La oscuridad se cernía sobre la habitación como un manto espeso. Isabella se revolvía entre las sábanas, atrapada en un laberinto de pesadillas donde los rostros se distorsionaban y las voces se convertían en ecos irreconocibles. En su sueño, corría por un jardín infinito, perseguida por sombras que susurraban su nombre. La tumba aparecía una y otra vez, abriéndose como una boca hambrienta, mientras una mano esquelética emergía de la tierra para atraparla.
—¡No! ¡Suéltame! —gritó, luchando contra un enemigo invisible.
Su propio grito la despertó, incorporándose violentamente en la cama. El sudor frío le pegaba el cabello a la frente y su respiración era un jadeo entrecortado que resonaba en el silencio de la noche. Por un momento, no reconoció dónde estaba. Las sombras de la habitación parecían