Una joven con problemas económicos es contratada para cuidar a un muchacho depresivo nacido y criado en cuna de oro. Paula descubre rápidamente que los ricos con su dinero pueden comprar todo... excepto el bienestar emocional. [Temas sensibles]
Leer másNo me había dado cuenta de que tenía el ojo derecho ligeramente más caído que el izquierdo, era como si su rostro fuera de cera y alguien le hubiera acercado al párpado derecho una vela encendida. También tenía una cicatriz ahí que le caía como el rastro de una lágrima, apenas dos centímetros de línea blancuzca que le escurría cerca del rabillo del ojo. Una lágrima a medio camino. ¿Qué le había pasado? Ahora que estaba tan cerca quería tocarle con los dedos la cicatriz, pero no lo hice, estaba paralizada.
Ni siquiera sabía quién era, no lo conocía de nada, pero para ser sincera no conocía a nadie en la fiesta, había ido para acompañar a mi amiga Natalia a festejar el fin del año escolar, pero discutimos casi en cuanto llegamos y ahora estaba sola, rodeada de desconocidos y de drogas varias que corrían por las manos de todo el mundo ahí dentro.
El ambiente me había asqueado demasiado, y salí al jardín exterior para tomar aire y alejarme de todos esos dealers que me ofrecían cosas que ni siquiera sabía qué eran o para qué servían. Y mientras pensaba cómo iba a hacer para volver a casa lo vi llegar, tambaleando, casi como un espantapájaros estrenando vida. Estoy segura de que al principio no me vio, lo vi mirar el reloj, lo acercaba y lo alejaba de su rostro como si no viera -o no entendiera- las manecillas; y luego sacó una pipa de vidrio de su bolsillo y un frasquito. La armó con cuidado, le llevó demasiado tiempo hacerlo, y bastante más encenderla. Podría decir que me dio lástima sólo durante un segundo, y al segundo siguiente reaccioné de que ese sujeto era un adicto más de esa fiesta del infierno.
Creo que me vio recién a la segunda calada de su pipa, que obviamente era de marihuana, y a pesar de que deseé con todas mis fuerzas que me ignorara y siguiera de largo, se dejó caer a mi lado, en el banco de piedra en el que estaba sentada que era lo suficientemente grande para que ni siquiera nos rozáramos.
Me sentí incómoda inmediatamente, y estaba a punto de levantarme e irme cuando me preguntó qué hora era, y extendió su muñeca para mostrarme su reloj, que lejos de ser de esos modernos, digitales, era uno bastante clásico, de una marca demasiado conocida y demasiado costosa.
— Las doce y cuarto. — Le respondí, y corroboré con mi celular, que decía la misma hora.
Asintió con la cabeza y dio otra calada a su pipa de vidrio.
Soltó el humo que retenía en la boca. El humo espeso, blanco y condimentado me envolvió. Nos envolvió a ambos. Había mucha humedad en el ambiente y el humo se ponía denso, estábamos fuera, alejados de la fiesta, rodeados de una salvaje vegetación.
Abrió la boca para hablar, iba a decirme algo, pero se aclaró la garganta y escupió lejos. Me dio bastante asco.
— ¿Fumás? — Me preguntó con la voz áspera y pausada.
— No fumo. — Respondí, y espanté un bichito que volaba.
Volvió a encender la pipa y mientras estaba encorvado aspirando el humo, una mariposa de la noche se posó en su cabeza. Me pareció una imagen demasiado extraña, insólita, y tomé mi celular para sacarle una fotografía. El contraluz le daba un aspecto mágico. Le mostré la foto en un arrebato de confianza, todavía tenía la mariposa en el pelo ensortijado incluso cuando miraba la foto. Sonrió y alzó la vista hacia el cielo, como si así pudiera ver a la mariposa en su cabeza. Me dio ternura, pero para mi asombro la mariposa nocturna desplegó sus alas y se posó en la frente de su hospedador.
Le saqué otra foto justo antes de que saliera volando y se la mostré. Sostuvo mi teléfono en sus manos, había abandonado la pipa a un costado, y se quedó mirando la foto como hipnotizado, sin moverse.
“Está demasiado drogado” Pensé, y volví a tomar mi celular de sus manos. Me miró a los ojos y vi el párpado caído y la cicatriz en su ojo derecho.
— Voy a entrar… — avisé mientras me ponía de pie, no porque él me importara, era la primera vez que lo veía en mi vida y ni siquiera sabía su nombre.
Asintió con la cabeza lentamente y me di vuelta para volver a ingresar a la casa donde era la fiesta, no es que quisiera volver ahí, realmente quería irme, pero no tenía manera de volverme sola y lo mejor era esperar a que amaneciera y se restableciera el servicio de transporte público.
— Espera. — Lo oí a mi espalda y me giré para mirarlo, sin dudas me hablaba a mí, no había nadie más.
Se levantó con dificultad del banco de piedra en donde estaba sentado y la pipa cayó al césped, la vio caer, pero no se movió. “Demasiado drogado” Pensé otra vez y volví sobre mis pasos para juntar la pipa, que se había vaciado por el impacto contra el duave césped, y dársela en la mano.
— Gracias. — murmuró. — ¿Podrías llevarme a mi casa? Estoy muy drogado. — reconoció.
Me sonrió de costado, pero parecía tener ganas de llorar.
No mentía, recordé haberlo visto adentro aspirar inclinado al menos dos veces y sabía que había roofies, otras pastillas y cartones de LSD en la fiesta y muchas otras cosas más.
— No tengo automóvil. — me lamenté.
Murmuró algo en respuesta. Imposible interpretar eso como un idioma vigente, ni siquiera me molesté en preguntarle qué decía.
Caminé hasta la casa enorme que se erguía en medio del predio. Desde el principio sabía que ir a esa fiesta era una mala idea, pero Natalia insistió tanto que no podía dejarla sola… ahora ella me había dejado sola a mí, estaba teniendo sexo con el chico que más le gustaba en la vida y yo estaba furiosa con ella: odiaba que se rebajara así.
— ¿Me llevás a casa? — Volvió a pedir el zombie que había decidido seguirme lentamente, casi como un autómata. No sabía cómo se llamaba, habíamos coincidido tomando aire fresco alejados de la gente. Lo había visto dentro de la fiesta hablando con un muchacho al que no conocía pero que me había ofrecido drogas en cuanto entró, obviamente un dealer, pero no el único ahí adentro.
— Que no tengo automóvil. — Repetí fastidiada. Estaba dos o tres pasos por detrás, así que no lo vi caer al piso de rodillas.
En otra situación me hubiera reído, pero me preocupé. Lo ayudé a levantarse y supe que si lo dejaba quedarse en la fiesta iba a tener una sobredosis.
Me dio la mano y apoyó las llaves de un auto en mi palma.
— Es negro. — Me dio como toda indicación. Nos miramos a los ojos durante un segundo y el brillo del vidrio en el césped me indicó que se le había vuelto a caer la pipa, la junté por inercia, junto con las llaves del auto.
Sinceramente lo único que deseaba en ese momento era irme, pero conducir no era mi fuerte, mi abuelita conducía mucho mejor y eso que estaba muerta.
— No es una buena idea que conduzca… — empecé, pero él no me dejó hablar, balbuceó algo incomprensible y vomitó en el césped bien cortado.
Entendí que realmente estaba en juego la vida de ese pobre chico. Y apreté el botón de la alarma a ver qué auto encendía las luces.
Encendió las luces un auto rojo, deportivo y muy caro.
— ¿Estás seguro que estas son tus llaves? — pregunté, mostrándole las llaves del auto. — Porque no es negro, es rojo…
Hizo un esfuerzo para entornar la vista al auto que teníamos adelante.
— Traje el de mi hermano. — dijo y encogió los hombros.
Pensé que probablemente ya estaba drogado antes de salir de su casa y de todos mis problemas ese era el menor. Se subió al asiento del copiloto y encendió la computadora de abordo. Indicó “a casa” y el camino apareció en la pantalla.
Juro que intenté arreglar las cosas con Natalia, pero ella estaba idiotizada con Román, resolví que lo mejor era darle tiempo para que se desencantara de ese idiota, y mientras tanto seguí con mi vida, intentando conseguir más trabajo, porque las cosas empezaron a ponerse aún más feas económicamente. Tuve que olvidarme de mis ahorros para cambiar el celular y darle todo mi dinero a mi madre para que pagara la renta, el inútil de su nuevo esposo había apostado en las carreras todo su sueldo y por supuesto había perdido.Ya quería largarme de ahí, pero ¿a dónde podía ir? No podía mantenerme sola todavía, como niñera ganaba lo mínimo. Necesitaba conseguir otro trabajo.Todos los días recibía una foto de Charmande
— ¿Puedo terminar lo que estaba haciendo antes de darte el cien por ciento de mi atención? — me pidió, señalando el monitor apagado.Asentí con la cabeza y él giró en la silla para encender el monitor. Volvió a calzarse los auriculares y frente a la pantalla apareció algo que fue imposible para mí de discernir si era un juego o si era un trabajo.Aproveché que estaba plenamente concentrado para estirarme hasta el Charmander en las almohadas. Lo tomé en mis manos y lo abracé. — Te extrañé. — Le susurré al peluche y le di un beso furtivo en la cabeza.Me quedé acostada en la cama de Gabrio mientras él estaba pendiente de la pantalla. La habitación de Gabrio era tan grande como la mitad de mi casa, pensé en qué haría si tuviera una habitación tan gr
Por suerte la familia Gonzaga me llamó para ir a cuidar a sus niños por la noche. Me agrada ser niñera, me gustan los niños y los Gonzaga son maravillosos. Los gemelos tenían 2 años y medio y eran muy divertidos, todavía olían como bebés y se portaban tan bien que a veces me sorprendía que me pagaran para cuidarlos.La señora Gonzaga es muy amable, siempre deja comida lista para mí y me insiste para que no haga ninguna tarea de la casa, pero siempre hago pequeñas cosas para ayudarla, sé que nunca tiene tiempo porque ella y su marido trabajan muchas horas y no me cuesta nada doblar la ropa cuando los niños están entretenidos o trapear la cocina o acomodar los trastes en la alacena.Después de bañar a los niños y acostarlos a dormir me senté a comer lo que me había dejado la señora Gonzaga: pollo con verduras que estaba delicioso.
¿Por qué esa gente me trataba como si me conociera de siempre? ¿Y si yo fuera una ladrona? Me levanté de la mesa y salí de la cocina. Subí las escaleras rápidamente y golpeé la puerta antes de entrar, nadie respondió, así que entré. Todo estaba a oscuras en la habitación de Gabrio, contraste total con el resto de la casa, en donde parecían no conocer la existencia de cortinas. En la habitación de Gabrio las cortinas dobles provocaban una oscuridad total, no se filtraba ni un haz diminuto de luz. Vi el Charmander sobre la cama e instintivamente lo abracé, era mullido y hermoso, siempre había querido uno así, pero esos muñecos eran un lujo bobo en mi casa. ¿Dónde habría dejado la cartera? Me agaché para ver bajo la cama, recordé que cuando me había sentado en el piso a cuidar a Gabrio tenía mi bolso al lado. Bajo la cama había revistas, libros, y algunas pelotas para el estrés. Agarré una y la apreté en la mano, por un segundo me había olvidado de mi bolso. ¿Por qué esa gente me trata
Me desperté porque alguien me acariciaba el pelo. Me sorprendí de no ver a nadie y me asusté, no sólo porque no veía a nadie, sino porque no reconocí dónde estaba. Me alejé de un salto y cuando me hice hacia atrás vi que en la cama estaba mi nuevo amigo moribundo. — Hola. — Me saludó, con la voz lenta y ásperaSe veía mejor que unas horas atrás.— Me quedé dormida. — Me disculpé tímidamente.Abrió la boca para decirme algo, pero la puerta de la habitación se abrió y entró un muchacho sin remera.— ¿Ya estás des…? — Se quedó callado cuando me vio ahí, en inmediatamente volvió a salir, cerrando la puerta suavemente.— Mi hermano. — Me dijo, refiriéndose al chico. — Perdón pero… no me acuerdo tu nombre. — Es que nunca nos dijimos los nombres. — Alternaba la mirada entre la cama y la puerta, por miedo a que se volviera a abrir. — Soy Paula. — Gabrio. — Se presentó y se destapó de las mantas que lo abrigaban. Bajó de la cama con un poco de dificultad. — Pensé que me iba a morir— d
Me senté frente al volante, abroché el cinturón de seguridad y respiré profundo antes de girar la llave para encender el motor. Cuando lo hice se encendió el estéreo con música electrónica, o eso me pareció, porque no podía clasificarla en otro género. — Tengo que vomitar. — avisó, y abrió la puerta para volver a vomitar.Suspiré, aferrada al volante como si fuera un paracaídas y yo estuviera a diez mil pies de altura.Vomitó poco contenido que estalló en las piedrecitas del camino. Cerró la puerta con demasiada suavidad, o mejor dicho: debilidad, y acomodó el asiento del auto mucho menos vertical. La computadora de abordo indicaba que la puerta estaba abierta, así que me bajé del auto y cerré la puerta con fuerza. Antes de volver a entrar miré hacia todos lados, buscando ayuda, pero no había nadie y me vi obligada a volver a entrar al auto y suspirar mis miedos. La computadora ahora avisaba que no estaban abrochados los cinturones, así que me incliné sobre mi moribundo copiloto y l
Último capítulo