3 - Extraño

Me desperté porque alguien me acariciaba el pelo. Me sorprendí de no ver a nadie y me asusté, no sólo porque no veía a nadie, sino porque no reconocí dónde estaba. Me alejé de un salto y cuando me hice hacia atrás vi que en la cama estaba mi nuevo amigo moribundo.

— Hola. — Me saludó, con la voz lenta y áspera

Se veía mejor que unas horas atrás.

—  Me quedé dormida. — Me disculpé tímidamente.

Abrió la boca para decirme algo, pero la puerta de la habitación se abrió y entró un muchacho sin remera.

—  ¿Ya estás des…? — Se quedó callado cuando me vio ahí, en inmediatamente volvió a salir, cerrando la puerta suavemente.

—  Mi hermano. — Me dijo, refiriéndose al chico. — Perdón pero… no me acuerdo tu nombre.

— Es que nunca nos dijimos los nombres. — Alternaba la mirada entre la cama y la puerta, por miedo a que se volviera a abrir. — Soy Paula.

— Gabrio.  — Se presentó y se destapó de las mantas que lo abrigaban. Bajó de la cama con un poco de dificultad.  —  Pensé que me iba a morir— dijo, quizá me lo dijo a mí, quizá solamente hablaba solo, por las dudas no respondí.

Caminó bastante enclenque por la habitación, en un rincón tenía una mesa con dos o tres computadoras y parlantes de diferentes tamaños. Se desplomó en la silla giratoria, que era alta y mullida, y de todo el desorden que tenía sobre el escritorio, tomó un frasquito diminuto y lo destapó. Hizo la cabeza hacia atrás y se colocó una gota de colirio en el ojo derecho. 

Frunció el rostro y apretó ambos ojos. Cuando me miró, tenía un manchón amarillento en donde se había puesto la gota.

—  ¿Necesitás ayuda?  — Pregunté, todavía ahí parada, abrazada a Charmander.  

Se rascó la cabeza. 

— No.  — negó, convencido. — Desayuna algo y te llevo a tu casa. 

—  No es necesario, me voy ahora.

Se encogió de hombros y buscó algo en el cajón. Sacó otra pipa y un frasco de vidrio. Le puso una pequeña cantidad en la boca de la pipa, que era metálica, y se levantó de la silla. 

— Bajemos.  — indicó, con la pipa en la boca, pero sin encender.

Al salir de la habitación el olor a tocino me golpeó el rostro. Se me hizo agua la boca. Bajamos las escaleras, él estaba en calcetines, con la ropa de ayer, completamente despeinado. Mantenía con equilibrio la pipa en los labios y la barbilla en alto.

— Está el abuelo. — mencionó, desde el pie de la escalera, el chico que antes había entrado a la habitación, pero ahora -por suerte para mí- estaba completamente vestido. — Hola, soy Enzo, el hermano de Gabrio. — Se presentó con buenos modales.

— Soy Paula. — Balbuceé. — Ya me estoy yendo… tengo qué...

O eso creí, un vozarrón festivo me detuvo a medio camino.

—  Nena, ven a desayunar que traje panceta ahumada. 

Giré sobre los talones y vi a un señor de pelo gris pero muy vital con un delantal de cocina puesto.

—  Ya me tengo que ir. _ me excusé, pero me flaqueó la voz, tenía hambre.

— Vas después, ven, come algo rico.

No podía decir que no, olía muy bien, demasiado bien. Entré a la cocina con timidez, dentro una mujer leía el diario con unos enormes anteojos de montura estilizada, que se bajó ligeramente por el puente de la nariz para verme mejor.

— Buen día, querida, espero que no seas vegetariana… 

Negué con la cabeza y me senté en la mesa redonda que estaba junto a la ventana. Me ubiqué justo enfrente de la señora. En cuanto me senté, el señor que cocinaba me dio un plato enorme con tocino, salchichas y huevos revueltos. 

—  ¿Tomas café? — Me preguntó con amabilidad y asentí torpemente con la cabeza, tratando de calmar todos los sonidos que hacía mi estómago en ese momento.

Gabrio apareció en la cocina, todavía tenía la pipa en la boca, se sentó a mi lado después de servirse un vaso de jugo de naranja del refrigerador. 

— Hijo, ¡Fe…! ¿No podés fumar afuera? — preguntó la señora, interrumpiendo lo que iba a decir, mientras él encendía la pipa ahí, en medio de la cocina. 

Negó con la cabeza y aspiró una bocanada de humo.

Enzo se sentó al lado de la señora y me regaló una sonrisa luminosa. 

—  ¿Por qué no nos dijiste que teníamos visitas? Hubiera hecho un pastel. — dijo la señora a Enzo, pero él no llegó a responder.

— Vino conmigo.  — respondió Gabrio secamente. 

Asentí con la cabeza, concentrada en masticar como un ser humano decente y no como un perro salvaje.

La señora alzó las cejas, incrédula y miró a Enzo.

—  No vino conmigo.  — Se defendió. 

Gabrio volvió a encender la pipa y aspiró el aire. Lo retuvo con indiferencia y lo soltó hacia un costado, pero de todos modos nos envolvió a todos.

—  Perdón, querida. — Me dijo la señora.  — Mi hijo es un maleducado, y eso que lo crié yo. 

Así que esa señora era su madre… y Gabrio fumaba mota ahí mismo, frente a su madre y a su abuelo, con total naturalidad, como quien come tocino.

— Yo soy el hijo bueno. — agregó con una sonrisa Enzo.

El abuelo se sentó con nosotros a la mesa, tenía una taza de café en las manos. 

— ¿Te quedas al almuerzo, nena? — me preguntó, por algún motivo todos me trataban mejor que en mi propia casa.

— No, me están esperando en mi casa. — respondí después de tragar el bocado que me había llevado a la boca. 

— ¿La llevas Enzo? — preguntó la señora, casi como una afirmación más que una pregunta.

—  Vino conmigo, mamá. — Gabrio estaba fastidiado, se notaba en el tono de su voz, un poco menos pausado. — Yo la llevo.

—  Estás fumado, no te vas a ir así. — Sentenció la señora. 

—  Le di dos caladas.  — se defendió. — La llevo yo.

— No se preocupen por mí, me voy a tomar un taxi. — agregué intentando calmar las aguas, algo incómoda porque discutían por mí.

—  De ninguna manera. — dijo el abuelo. — Alguno te lleva hasta tu casa.

Me sentía una princesa, desayunando deliciosamente en esa casa hermosa, con esa familia tan particular que se peleaba para llevarme a mi casa.

—  Me voy a bañar. — avisó Gabrio, evidentemente irritado. — Cuando termines de desayunar nos vamos.  — Me dijo y desapareció de la cocina.

Todos soltaron un suspiro cuando se fue, incluída yo.

—  Es insoportable.  — dijo Enzo y su madre lo codeó. 

— Basta, la chica se va a ir a corriendo. — Me miró con condescendencia. — Soy Emilia, la responsable de haber parido a estas dos bestias sin educación alguna. 

Me presenté ante ella, me había olvidado que nadie me conocía ahí. 

— ¿Querés más?  — Me ofreció el abuelo, que estaba frente al fuego, preparando salsa de tomates.

Le agradecí pero decliné, estaba llena, ya sabía que no iba a almorzar. 

Palpé mis bolsillos buscando mi celular pero descubrí que no lo tenía. En realidad, no tenía la cartera, me la había olvidado en la habitación de Gabrio.

—  Dejé mi teléfono arriba.  — dije, preocupada.

— Subí a buscarlo, querida.  — soltó Emilia sin mirarme, muy concentrada en la lectura del periodico.

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