¿Por qué esa gente me trataba como si me conociera de siempre? ¿Y si yo fuera una ladrona? Me levanté de la mesa y salí de la cocina. Subí las escaleras rápidamente y golpeé la puerta antes de entrar, nadie respondió, así que entré. Todo estaba a oscuras en la habitación de Gabrio, contraste total con el resto de la casa, en donde parecían no conocer la existencia de cortinas. En la habitación de Gabrio las cortinas dobles provocaban una oscuridad total, no se filtraba ni un haz diminuto de luz.
Vi el Charmander sobre la cama e instintivamente lo abracé, era mullido y hermoso, siempre había querido uno así, pero esos muñecos eran un lujo bobo en mi casa. ¿Dónde habría dejado la cartera? Me agaché para ver bajo la cama, recordé que cuando me había sentado en el piso a cuidar a Gabrio tenía mi bolso al lado. Bajo la cama había revistas, libros, y algunas pelotas para el estrés. Agarré una y la apreté en la mano, por un segundo me había olvidado de mi bolso.
¿Por qué esa gente me trataba como si me conociera de siempre? ¿Y si yo fuera una ladrona? Me levanté de la mesa y salí de la cocina. Subí las escaleras rápidamente y golpeé la puerta antes de entrar, nadie respondió, así que entré. Todo estaba a oscuras en la habitación de Gabrio, contraste total con el resto de la casa, en donde parecían no conocer la existencia de cortinas. En la habitación de Gabrio las cortinas dobles provocaban una oscuridad total, no se filtraba ni un haz diminuto de luz.
Vi el charmander sobre la cama e instintivamente lo abracé, era mullido y hermoso, siempre había querido uno así, pero esos muñecos eran un lujo bobo en mi casa. ¿Dónde había dejado la cartera? Me agaché para ver bajo la cama, recordé que cuando me había sentado en el piso a cuidar a Gabrio tenía mi bolso al lado. Bajo la cama había revistas, libros, y algunas pelotas para el estrés. Agarré una y la apreté en la mano, por un segundo me había olvidado de mi bolso.
¿Por qué esa gente me trataba como si me conociera de siempre? ¿Y si yo fuera una ladrona? Me levanté de la mesa y salí de la cocina. Subí las escaleras rápidamente y golpeé la puerta antes de entrar, nadie respondió, así que entré. Todo estaba a oscuras en la habitación de Gabrio, contraste total con el resto de la casa, en donde parecían no conocer la existencia de cortinas. En la habitación de Gabrio las cortinas dobles provocaban una oscuridad total, no se filtraba ni un haz diminuto de luz.
Vi el charmander sobre la cama e instintivamente lo abracé, era mullido y hermoso, siempre había querido uno así, pero esos muñecos eran un lujo bobo en mi casa. ¿Dónde había dejado la cartera? Me agaché para ver bajo la cama, recordé que cuando me había sentado en el piso a cuidar a Gabrio tenía mi bolso al lado. Bajo la cama había revistas, libros, y algunas pelotas para el estrés. Agarré una y la apreté en la mano, por un segundo me había olvidado de mi bolso.
— ¿Se te perdió algo? — Gabrio entró, con una toalla en la cintura.
Me asusté y solté un gritito.
— ¡Mi bolso! No lo encuentro. — ¿Por qué estaba gritando como una loca?
Le di la espalda, seguía de rodillas en el suelo, con el Charmander estrujado en mi pecho y la pelota del estrés en la mano derecha. Vi mi bolso entre la mesa de luz y la cama y lo tomé, sin soltar las otras cosas que tenía en la mano.
— ¿Ya me puedo dar vuelta? — Pregunté, tímida, mientras revisaba mi celular: estaba muerto, se había quedado sin batería. Eso pasaba por tener un modelo viejo.
Gabrio dijo “ajá”, era un sí sin palabras y giré la cabeza, se estaba poniendo un pantalón mientras me daba la espalda. Lo miré, era pálido y flaco, se le marcaban todos los huesos de la columna y las costillas. ¿Cómo no iba a ser flaco si se la pasaba fumando mota? Sólo lo había visto tomar dos tragos de jugo en todas esas horas.
— De verdad que puedo tomarme un taxi. — Le dije y me senté en la cama.
No me respondió, seguía vistiéndose en silencio.
Suspiré. Tenía a Charmander en los brazos, le acaricié la punta de la cola que era con pelo rojo, imitando la llama de fuego que tenía en el anime. Inconscientemente le di un beso en la cabeza, como si fuera una mascota viva.
— Puedes llevartelo. — Me dijo, rompiendo el silencio, me miraba desde la silla del escritorio, mientras se ponía las zapatillas.
Hubiera querido aceptar, pero eso sería lisa y llanamente un robo.
Dije que no y lo dejé sentado en la cama, contra las almohadas y me puse de pie.
— Como quieras, ¿vamos?
Ya estaba vestido.
Asentí y salimos juntos de la habitación. Enzo estaba sentado en el sillón, jugaba en su celular y se despidió de mí con una sonrisa pero sin moverse de su lugar.
— Vuelve pronto, querida, esta es tu casa. — Me saludó Emilia con cariño.
Esta vez sí nos subimos a un auto negro. Me llamó la atención que tenía un sticker de discapacidad en el parabrisas. Afuera lloviznaba, una lluvia fina y pareja, sólo visible a contraluz.
— Gracias. — Me dijo en cuanto el portón se cerró tras del auto. Ya estábamos en la calle.
— ¿Gracias por qué?
— Por traerme a casa de noche, no podía manejar.
Me reí.
— Estabas muy drogado
— Entre otras cosas. — agregó, pero no especificó cuáles otras cosas. — Anoche no tendría que haber estado en esa fiesta.
— Yo tampoco. — Lo interrumpí. — Fui porque mi amiga insistió.
— ¿Quién es tu amiga?
— Natalia. — La describí brevemente, pero él no la conocía. — Estaba con Román. — agregué al final, y Gabrio descubrió quién era.
— La conozco. — reconoció. — Creo que la vi antes, pero nunca te había visto...
— No voy nunca a fiestas, no me siento cómoda.
Le indiqué que tenía que doblar a la izquierda y en la siguiente a la derecha.
— Yo tampoco… pero anoche necesitaba un dealer.
Me había olvidado que estaba con un evidente drogadicto que fumaba mota como desayuno frente a su madre. Sentí un poco de asco.
— En la esquina está bien. — Le pedí que parara, no quería que supiera cuál era mi casa.
Se detuvo en la esquina y me miró.
— Me gustan tus aretes. — Me dijo.
No esperaba esas palabras, me llevé las manos a las orejas para recordarlos, porque me había olvidado cuáles me había puesto. Los recordé enseguida, eran unas cerezas rojas de strass, una baratija que había comprado en una feria.
— Gracias. — Balbuceé, de repente me sentí tímida y completamente indefensa. — Ya me tengo que ir.
Y bajé del auto casi corriendo, prácticamente sin despedirme. Esperé a que el auto negro hubiera desaparecido antes de dirigirme a mi portal y entré a mi casa para que el olor a humedad me golpeara la cara.
Mi hermana chillaba por algo y mi madre la regañaba a los gritos.
— ¿Dónde estuviste? — Preguntó mi padrastro, que miraba el partido en el televisor de la sala.
— En la casa de Natalia. — mentí y me metí en la habitación que compartía con mi hermana pequeña. Enchufé el celular y me senté en la cama. Envidié a Gabrio y su casa hermosa, a su familia tan cálida y amable. Sentí rabia, él no se merecía esa familia.
Mi hermana rompió mis pensamientos con sus gritos, mi madre la había abofeteado y lloraba.
— ¡Ojalá me fuera pronto de aquí! — Gritó. Carla tenía 12 años y era la niña problemática, se llevaba toda la atención de mi madre y sencillamente yo lo agradecía. — ¿Dónde estuviste? — Me preguntó Carla, tenía el rostro rojo por la bofetada.
— Con Natalia.
— Olés a marihuana. — Soltó y se sentó en la punta de su cama a alisarse el pelo con las pinzas calientes.
Me olí la ropa, no podía decir si de verdad olía a mota o no, pero lo más probable era que Carla tuviera razón. Le envié un mensaje a Natalia para avisarle que estaba en casa, ella me había mandado 20 mensajes preocupada por mí, y a pesar de que estaba enojada con ella, me veía en la obligación de avisarle que estaba bien.
Me fui a bañar. Recordé el hermoso baño de la casa de Gabrio. El de mi casa era horrible, tenía moho y era viejo.
Lloré mientras me bañaba, como era mi costumbre desde los trece años, ahora con dieciocho lloraba el doble de veces casi siempre por pura frustración. Odiaba mi casa, odiaba a mi madre y a mi padrastro. Odiaba mi vida en general. Deseé todo lo bello que Gabrio tenía... todo aquello que no merecía.