Julienne Percy
Las escaleras de mármol parecían interminables. Cada peldaño que subía dolía como una sentencia. Aún no me acostumbraba al tamaño descomunal de la mansión del Alfa Supremo. Todo en ella gritaba poder, autoridad… y lujo. Las paredes estaban cubiertas de retratos con rostros serios y ojos helados, como si los antiguos alfas juzgaran cada uno de mis pasos.
—Tercera planta, pasillos principales —dijo la señora Isleen sin mirarme—. Deja el balde y las toallas en orden, que no se te ocurra tocar ninguna de las puertas cerradas.
Asentí con una mueca muda, sujetando los implementos de limpieza con las manos temblorosas. Me ardía la garganta desde que llegué a esta casa. No por el frío, sino por la rabia, la humillación y… el miedo. Mis palmas tenían cayos, no me habían sometido nunca a tener que limpiar más que mi habitación, pero aquí… todo debe estar impecable.
“Debes ganarte la comida”, me había dicho Davian hace un mes al bajarme del auto, apretando mi brazo con tanta fuerz