C6: Cachorro Taleyah

Julienne Percy

El auto se detuvo frente a una reja forjada con símbolos que jamás había visto antes. El símbolo de la manada Taleyah ardía en el centro, imponente, antiguo… como si incluso el metal supiera que ahí vivía el Alfa Supremo. Mi estómago se revolvió. El aire denso que envolvía el lugar me decía que no era bienvenida, y nunca lo iba a ser.

Davian bajó primero. La puerta del copiloto se abrió con brusquedad, y una mano grande, firme, me agarró del brazo antes de que pudiera hacer el menor movimiento.

—Escúchame bien, omega —gruñó, su voz baja y peligrosa como una bestia a punto de estallar—. Aquí no eres nadie. No eres mi pareja, ni mi compañera, ni nada que se te parezca. Eres una carga. Y si te vas a quedarte en mi casa, será para ganarte la comida. Vas a servir, limpiar, obedecer. Y si te atreves a mirarme mal, omega, te juro que te dejo fuera con los perros.

Su agarre me dolía, pero me dolía más lo que decía.

—¿Entendido? —rugió.

—Sí, alfa —respondí en voz baja, obligándome a no temblar.

Cuando me soltó, sentí la sangre volver a mi brazo. Bajé del vehículo sin mirarlo, tragando mi orgullo, mi rabia, mi dolor… Todo. Lo único que me mantenía en pie era la criatura que crecía dentro de mí.

Mis botas tocaron el suelo de mármol blanco. El frente de la mansión era tan imponente que me hizo olvidar el frío. Esculturas de lobos de piedra, escaleras que se bifurcaban como si marcaran un destino que nunca fue mío, columnas altísimas… No pertenecía a este lugar. Nunca lo hice, ni siquiera con Elion.

Él caminó delante, sin mirar atrás. Yo lo seguí, porque no tenía opción. La puerta de la mansión se abrió incluso antes de que tocara el picaporte. Un mayordomo hizo una reverencia. Nadie me dirigió una palabra.

La calidez del interior contrastaba con el hielo que sentía por dentro. No llevaba más de un minuto dentro, cuando una figura apareció en lo alto de la escalera. Alta, elegante, y hermosa. Su cabello rubio caía como una cascada dorada hasta la cintura, sus ojos eran del color del hielo y su cuerpo parecía esculpido para provocar adoración. Llevaba una un vestido rojo que apenas ocultaba su figura.

—¡Davian! —exclamó con una sonrisa luminosa.

Y antes de que yo pudiera apartar la mirada, ella bajó corriendo y se lanzó a sus brazos. Él la recibió con naturalidad, con una sonrisa bastante amplia y llena de dulzura que contrastaba con su figura. Ella lo besó. Largo. Lento. Con una pasión que me hizo sentir como si estuviera invadiendo su espacio.

Yo solo observé por un momento y luego clavé los ojos en el suelo, apretando los dientes para no llorar. El sabor amargo subió desde mi garganta como una maldición, ¡Odio esto!

—¿Y esta? —preguntó la rubia después de soltarlo, mirando en mi dirección con desdén.

Davian pasó un brazo por la cintura de ella, sin dejar de mirarla.

—Una sirvienta —dijo con desprecio—. Un regalo de mis padres. Útil para limpiar, nada más.

La risa de ella me rompió algo por dentro.

—Espero que sepa mantenerse alejada. Ya sabes que no me gustan las pulgas en la casa.

—No te preocupes, Auren —murmuró él—. No se atreverá.

Auren.

Su prometida.

Todo el aire se fue de mis pulmones. Apreté el borde de mi abrigo y agaché la cabeza, deseando que el suelo me tragara.

—Sígueme —ordenó él, alejándose con ella abrazada a su costado.

Lo hice. Como una sombra. Como lo que era para él: nada.

(…)

Horas después, una señora, Isleen, me condujo a un ala apartada de la mansión. Una habitación pequeña, sin ventanas, con una cama dura y una cubeta con agua fría. No me quejé. Al menos tenía un techo.

Pasé la tarde limpiando como me ordenaron. Escaleras, pasillos, alfombras. Todo. Los brazos me ardían, la espalda me dolía, y mi estómago protestaba con náuseas. El bebé dentro de mí era lo único que me recordaba que estaba viva.

Cuando terminé, me dijeron que Davian me esperaba en su despacho.

Subí las escaleras con los pies pesados. Al llegar, toqué la puerta. Nadie respondió. La abrí.

Él estaba sentado tras un enorme escritorio de roble, hojeando papeles. No me miró.

—¿Pediste verme? —pregunté, apenas audible.

—Entra. Cierra la puerta.

Obedecí.

—Acércate —ordenó.

Caminé hasta quedar frente a él. Mis manos temblaban.

—¿Qué quieres? —dije finalmente, alzando apenas la mirada.

Davian levanto sus ojos y me observó largo rato. Como si me midiera.

—Quiero dejar claras algunas cosas —dijo con frialdad—. Lo que pasó entre nosotros fue un error. Un accidente causado por tus feromonas y mi descuido. No significa nada.

—Estoy embarazada.

—Lo sé —respondió—. Me haré cargo del niño. Tendrá mi nombre, mi protección, y todo lo que necesite. Pero tú…

Me miró con desdén.

—Tú no me importas.

Las palabras me golpearon más fuerte que cualquier bofetada.

—Lo arruinaste todo —continuó—. Ibas a casarte con Elion. Ibas a ser parte de su manada. Pero te ofreciste a mí como una cualquiera, sin saber quién era. ¿Y ahora pretendes que te marque?

No pude evitar que mis ojos se llenaran de lágrimas.

—Solo quiero un lugar para criar a mi hijo —susurré—. No tengo a dónde ir.

—Y lo tendrás —replicó—. Pero no como mi omega. No como mi compañera. Serás una sirvienta más. Tu deber es no causar problemas. No hablar de lo que ocurrió. Y cuando el niño nazca, te largas.

—¿Me… me quitarás a mi bebé?

Su sonrisa fue cruel.

—Tú solo lo gestas. Yo lo crío. ¿O crees que permitiré que un cachorro Taleyah sea criado por una omega caída en desgracia y sobre todo deshonrada?

Algo en mi interior se rompió del todo.

—¿Y si me niego a dártelo?

—Puedes probar —respondió, poniéndose de pie y rodeando el escritorio hasta quedar frente a mí—. Pero no te conviene. El consejo ya está al tanto. La profecía dice que el heredero debe ser criado por ambos padres, pero si tú fallas, si tú no cumples con tu parte…

Acarició mi mejilla con burla.

—No me temblará la mano para buscar otra forma.

—Eres cruel…

—No soy cruel. Soy necesario. Y tú, Julienne Percy, deberías estar agradecida de seguir viva, ya que sabes cómo es la tradición. Yo te salve.

Giró sobre sus talones y me señaló la puerta.

—Vuelve a tus deberes. Auren no tolera que las sirvientas se paseen sin razón.

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