Julienne Percy
La mansión tenía muchos pasillos. Demasiados. Todos fríos, inmensos y tan silenciosos que los pasos resonaban como ecos de algo que no debía estar allí.
Como yo.
Había pasado los últimos días encerrada por “órdenes del alfa supremo”, pero hoy no soporté más el encierro. Salí de mi habitación con la excusa de caminar un poco, como me había recomendado la doctora. Reposo no significaba encierro, me repetía. No iba a quedarme encerrada como una prisionera mientras todos fingían que yo no existía.
El sol de la tarde se colaba por los ventanales altos, dorando el mármol del suelo y acariciando las cortinas de terciopelo. Caminé por uno de los pasillos del ala sur, ese que rara vez usaban los miembros principales de la casa. Supuse que estaría sola.
Me equivoqué.
Doblé la esquina, distraída, cuando mi cuerpo chocó contra algo sólido. O más bien, alguien.
Un brazo fuerte me sujetó por la cintura antes de que pudiera caer. Un cuerpo cálido, demasiado cerca, demasiado rápido. El