Christa Bauer
Me contemplé en el espejo, indecisa entre hacerme una coleta o dejar el cabello suelto. Busqué entre las cosas que papá solía traerme de Montenegro. Papá era tan bueno conmigo; siempre me traía lo que le pedía, ya que mamá nunca me dejaba acompañarlo al pueblo.
Entre las cosas del cajón de mi mesita de noche encontré una diadema brillante, adornada con pedrería cristalina. Combinaba perfectamente con mi vestido celeste y mis zapatos plateados. Sonreí al mirarme. No todos los días me vestía de esa manera. Se sentía extraño, pero a la vez me gustaba. Me veía bonita.
Crucé el pasillo rumbo a la habitación de mi hermana Greta. No había permitido que nadie viera su vestido de novia, asegurando que era tan hermoso que nos sorprendería. Lo único que sabía era que a papá le había costado casi una fortuna.
Me detuve en el marco de la puerta. El vestido, con encaje, velo, bordados y una larga cola, era realmente bello, pero ni toda su hermosura servía de consuelo: mi hermana lloriqueaba como una niña pequeña.
—¡Mamá, es que no me entra! —sollozaba.
—¡Te dije que te pusieras a dieta! ¡Greta, desde un principio este vestido me pareció muy pequeño! —La voz de mi madre sonaba desesperada mientras intentaba subir el cierre del vestido blanco, junto a una de sus amigas del campo.
Intenté dar un paso atrás para no interrumpir ese fatídico momento, pero fallé: los ojos de mi madre se posaron en mí. Pude ver el enfado reflejado en su mirada.
—¡Y tú! ¿Qué haces ahí parada? Te estuve buscando toda la mañana. ¡Tenías que ordenar el cuarto de tu hermana!
—Lo siento, mamá —respondí. A veces pensaba que mi madre me consideraba una trabajadora más. Además de ayudar a pastorear el ganado, siempre me ponía a limpiar el desorden de las habitaciones de mis hermanos, lavar los baños, fregar los pisos y hasta cocinar junto con las domésticas de la casa—. Lo haré ahora mismo.
Entré rápidamente, acomodando la ropa que estaba sobre la cama y levantando varios pares de zapatos.
—¡Espera! ¿Qué es eso que tienes en las piernas? —preguntó mamá, mirándome con curiosidad.
Mis piernas temblaron. Greta me observaba con el ceño fruncido, al igual que la amiga de mamá.
—Son las medias que papá me trajo de Montenegro… —dije con timidez.
—¡Te las quitas ahora! —ordenó furiosa.
—Pe... pero... mamá...
—¡Mamá, nada! ¡Quítatelas! Eres una chiquilla para traer esas cosas, ¿me oíste? Y cuidado con andar por ahí de coqueta con los hombres, niña chiflada.
No entendía por qué esas medias la ponían de tan mal humor. Tal vez solo se estaba desquitando conmigo porque a mi hermana no le entraba su vestido.
Dejé las cosas sobre la cama y me senté. Mientras me quitaba las medias, escuchaba a mi madre y a su amiga hablar en voz baja, mientras intentaban subir el cierre del vestido de Greta.
—Es muy hermosa, Imelda. Cuando menos te des cuenta, alguno de los hombres de por aquí pondrá los ojos en ella.
—Cómo me hubiera gustado que Greta hubiera heredado los ojos azules de Abraham…
Al oír eso último, sentí cómo la espalda se me tensaba.
—¿Por qué Christa tiene el cabello rubio y los ojos azules, mamá? Yo tengo el cabello castaño y ojos marrones. ¡Eso no es justo!
—Es que yo no soy alemana, hija, soy mexicana.
Me puse de pie de nuevo. Mi hermana me fulminaba con la mirada.
La familia de mi padre había llegado a México poco después del inicio de la Segunda Guerra Mundial, hace más de cincuenta años. Venían desde Alemania, buscando refugio. Aquí encontraron tierras algo desérticas, pero con riachuelos que serpenteaban los alrededores. Mi bisabuelo se enamoró de inmediato de estos paisajes y decidió quedarse.
Junto a ellos llegaron otras cuatro familias, pero con el paso del tiempo, se fueron mudando a estados más cercanos a las grandes ciudades. Solo el abuelo Bauer permaneció. Al crecer, fue mi padre quien heredó estas tierras.
Conoció a mi madre cuando ella apenas tenía veinte años. Era mexicana: piel trigueña, cabello negro como la noche y ojos oscuros. Mi hermana heredó la piel blanca de papá, pero sus ojos eran marrones. Mi hermano, al igual que yo, tenía el cabello rubio. Sin embargo, yo era la única de los tres que había heredado los ojos azules.
—¡Christa, tráeme un vaso con agua! —gritó mi hermana.
—¡Ya cerró! —escuché exclamar a mamá con alegría, justo antes de salir de la habitación.
Las tres mujeres comenzaron a reír, triunfantes.
Bajé a la cocina tan rápido como pude. Cuando regresé, sentía cómo el corazón me latía con fuerza. No estaba acostumbrada a correr con zapatos altos y por poco me caigo.
—aquí está el agua —dije, entregándosela a mi hermana.
Greta me miró con desdén.
—Ya no la quiero —respondió con una sonrisa maliciosa que me hizo hervir la sangre.
¿Por qué le gustaba molestarme tanto?
Las mujeres salieron de la habitación sin siquiera reparar en que me habían dejado sola entre esas cuatro paredes. Era como si yo fuera invisible, como si no tuviera importancia para ellas. Dejé el vaso sobre la mesita del tocador y bajé las escaleras.
Me detuve al pie de estas, al ver la escena que se desarrollaba frente a mí.
—Te ves hermosa, hija. Este es el día más feliz de mi vida —dijo mamá con tanta emoción que, por un momento, sus ojos se humedecieron.
—Gracias, mamá.
Para cualquier persona ajena a nuestra familia, esa escena habría sido de lo más tierna. Pero para mí… era una palabra que tal vez nunca recibiría de su parte. Me preguntaba si era porque Greta era la mayor, o si ese vínculo entre ellas había nacido desde siempre. Hablaban como amigas, se contaban cosas, reían juntas… nunca me incluían en sus conversaciones.
Tal vez ahora que mi hermana se casaría con Marcelo y se irían a vivir a la casa que papá mandó construir para ellos, mamá recordaría que tenía otra hija. Tal vez volvería a mirarme.
En ese momento, papá entró. Todos mis pensamientos se esfumaron al ver la sonrisa que me dirigió. Pero antes de que pudiera acercarme a él, se unió a ellas.
—Greta, te ves hermosa.
—Se lo he dicho, Abraham —dijo mamá—. Nuestra hija está bellísima. Aún no supero que haya crecido y que esté a punto de formar su propia familia.
Papá asintió. Había un brillo especial en su mirada. Depositó un beso en la frente de mi hermana y dijo:
—Estoy orgulloso de poder entregarte en el altar, hija. A partir de hoy inicias una nueva etapa de tu vida, pero quiero que sepas que, para papá y mamá, siempre serás nuestra pequeña.
Greta abrazó a mis padres. Yo observaba desde la distancia, esperando alguna señal para poder acercarme, pero papá anunció que las camionetas que nos llevarían a la iglesia ya estaban esperando. Greta, mamá, su amiga Esther y mi abuela se encaminaron hacia el portal, donde ya se escuchaba a mi hermano Fred tocar el claxon, apurándonos para salir.
Me quedé inmóvil por un instante. No sé qué me pasó.
Papá me miró y yo le sonreí.
—También te ves hermosa, hija mía —dijo con voz dulce, mientras acariciaba mi mejilla. Lo sentí como una caricia directa al corazón.
—Gracias, papá. Tú también te ves muy bien.
—¿No te gustaron las medias que te compré en Montenegro? —preguntó—. La dependienta dijo que hacían juego con el vestido.
Mordí mi labio inferior antes de responder.
—Mamá dice que soy muy pequeña para usarlas.
Él esbozó una sonrisa, como si guardara un pensamiento solo para él.
—Tu madre y su afán porque sigas siendo una niña... Pero ya eres una jovencita. El próximo año cumplirás dieciséis.
Asentí con orgullo. Papá era la única persona en esta casa que me trataba como a alguien normal, como a alguien que está creciendo.
—Sí. Y también ya decidí qué quiero hacer después del bachillerato.
—¿De verdad?
Volví a asentir, esbozando una sonrisa cargada de ilusión.
—Quiero estudiar contabilidad, para ayudarte a administrar el rancho.
—¿Quieres vivir aquí para siempre?
—Sí, papá. Me gusta estar aquí.
—Me parecen muy bien tus planes, Christa. Sé el amor profundo que le tienes a este lugar, y eso me reconforta. Greta ni siquiera quiso terminar el bachillerato, a Fred no le gustan las actividades del campo… Solo me quedas tú para que este rancho siga siendo lo que ha sido hasta hoy.
—No te preocupes, papá. Amo estas tierras casi tanto como tú. No importa si mis hermanos no quieren trabajar aquí, yo lo haré.
Mi padre sonrió, complacido con mi respuesta.
—Pero antes, me gustaría que salieras a conocer el mundo.
No entendí del todo a qué se refería.
—Tú no eres como las demás jovencitas, lo he visto en tus ojos. Eres curiosa e inteligente, Christa. Puedes conseguir todo lo que te propongas, si de verdad lo deseas.
En ese momento, mamá entró de nuevo.
—¡Ya vámonos, que se hace tarde!
Papá me sonrió con complicidad. Caminamos junto a mamá hacia las camionetas que ya nos estaban esperando. Greta, mamá, Esther y mi abuela se subieron con Fred en una de ellas. Papá y yo fuimos en la otra.
Durante el camino, platicamos de muchas cosas, incluyendo eso que había mencionado sobre conocer el mundo. Me dijo que, al terminar el bachillerato, me matricularía en la FCA, la Facultad de Contabilidad de la Universidad de La Capital.
Sentí un nudo en el estómago. Era una mezcla de nervios y emoción. Sería la primera vez que saldría del rancho, más allá de los caminos de Montenegro.