8. Verla de nuevo
Santiago Sandoval
A la mañana siguiente, mi madre nos pidió a papá y a mí que tomáramos el desayuno en algún restaurante del pueblo. No había tantos, pero sí uno que en la actualidad sonaba mucho: se llamaba El Jacal. Se había convertido en un símbolo para el pueblo. Fue una mañana en familia, aunque mi madre no dejó de hablar mal del tío Ignacio. Le molestaba que a las mujeres se las tratara como objetos; por eso decía que nunca le agradó la vida aquí. Pensaba que todos los hombres eran iguales.
—Yo soy de este pueblo y nunca he hablado de esa manera, querida… —comentó de pronto papá, casi al mismo tiempo que el mesero venía a servirnos los platos de comida, junto con un café de olla que olía delicioso a canela con piloncillo. Si viviera aquí, para nada me aburriría de la comida; todo se veía delicioso.
Mi madre sonrió con malicia.
—Siempre tuviste alma de citadino, mi amor. Por eso preferiste irte a la Capital para estudiar medicina. No eres como Ignacio. Aborrezco a los hombres que