Laura
Los días siguientes se volvieron una mezcla extraña entre la rutina forzada y la tensión acumulada. En Santa Mónica normalmente se respiraba paz en cada uno de sus pasillos, pero en ese momento, el eco de botas, radios y voces masculinas dificultaba llevar una vida tranquila.
Los oficiales casi no hablaban, pero su sola presencia alteraba a muchas. A veces, también a mí.
Me repetía mentalmente que estaban allí para protegernos y también a él, a Gómez, el testigo que podría convertirse en la única llave para librarme de la sombra judicial que todavía llevaba sobre los hombros. Aun así, cada vez que veía las armas al cinto de cualquiera de ellos, un escalofrío me recorría la espalda.
—Tranquila, Laurita —me decía Anny mientras tendíamos ropa en el patio interior—. Tú no provocaste nada. Si estas viejas amargadas no son capaces de entender eso, pues que se rasquen con sus propias uñas. No vinimos aquí a caerles bien.
—Anny, no les digas así…
—¡Pero es verdad! —protestó ella, dejand