Antonio Guzmán
El olor a yodo siempre me recordará a la muerte. Durante semanas fue el aroma que nos acompañó, además del desinfectante y esa mezcla agria del miedo cuando el dolor se vuelve rutina.
Tras el alta médica, Andrea aún tenía vendajes en los brazos y yo caminaba con torpeza, por las cicatrices en las piernas. Las enfermeras lloraron al despedirse; una de ellas nos regaló una bufanda tejida con sus propias manos. Fue la primera vez que vi a mi hermana sonreír desde el incendio.
Papá llegó esa mañana. Lucía demacrado: su traje oscuro arrugado, la corbata a medio anudar y torcida, los ojos rojos de quien ha llorado más de lo que la dignidad permite. Sin embargo, su voz seguía siendo la misma: cálida, firme, de esas que hacen que un niño crea que el mundo aún puede arreglarse.
—Ya están a salvo, mis pequeños —dijo, arrodillándose frente a nosotros.
Le creí.
Subimos juntos a un auto fino y grande con chofer. Las calles pasaban borrosas tras la ventanilla. Sabía que el fuego arra