Mundo ficciónIniciar sesión¿Es este el precio a pagar por amar al hombre equivocado?
El vientre me dolía como si quisiera partirme a la mitad. Una presión insoportable en mi zona baja me arrancó un grito animal.
—¡Carlos, ayúdame… Aaaaah! —imploré a gritos su apoyo, pero ni siquiera se movió.
El caos estalló. Manos desconocidas me sujetaron, voces gritaron órdenes, una camilla apareció de la nada.
—¡Entró en labor de parto, hay que trasladarla ya! —dijo alguien.
Negué con desespero, aferrada a mi vientre.
—¡Nooo! Mi bebé… ¡No, aún falta!
Las contracciones me desgarraban sin piedad. El dolor me atravesaba la espalda, las caderas, las piernas, como si me arrancaran los huesos desde dentro. Jadeaba, grité hasta quedarme sin aire, mientras lágrimas calientes nublaban mi vista.
—¡Carlos! —volví a gritar—. ¡Ven, por favor!
Las luces del corredor pasaban delante de mí como destellos blancos. Sentía el sudor correr por mis sienes, empapándome el cabello. El aire era insuficiente, cada respiración un sollozo quebrado.
—El bebé ya viene, ¡empuja! —ordenó una voz firme.
—¡No puedo, no puedo! —lloriqueé, pero otra contracción me obligó a doblarme—. ¡Aaaaah!
—¡Sí puedes, vamos, empuja!
Un ardor abrasador se encendió entre mis piernas, como si mi cuerpo se abriera en dos. Grité con la garganta seca, sentí que me desgarraba entera, pujando hasta que pensé que me desmayaría.
—¡Así, sigue! Está coronando, ¡ya casi!
El mundo se redujo a dolor y jadeos. Mi pecho subía y bajaba frenético, las venas en mis sienes palpitaban como si fueran a reventar.
—¡Aaaaaaaaah! —grité una última vez, con la voz hecha pedazos.
Y entonces, en medio del tormento, un sonido me devolvió el alma:
Un llanto.
Agudo, pequeño, pero real.
¿Mi bebé?
Por algunos segundos el alivio superó al agotamiento; sonreí débilmente al divisar su pequeño cuerpo entre las manos del médico, pero ni siquiera lo pude cargar. Todo se desvaneció: el dolor, el sonido, la luz, el calor, el frío.
La penumbra me tragó por completo.
Abrí los ojos en un lugar oscuro, apenas iluminado por diminutas luces verdes y rojas que parpadeaban como luciérnagas artificiales. Pitidos intermitentes llenaban la sala. Intenté moverme, pero mi cuerpo pesaba toneladas.
¿Es un sueño? ¿La realidad?
Un murmullo atravesó la puerta entreabierta, filtrándose como un veneno en mi conciencia. Reconocí la voz de Rebeca, baja, pero afilada.
—Carlos, ese niño es idéntico a ti.
—¿Ahora sí le crees? —soltó él con sorna.
—Las pruebas hablaron. —Suspiró con pesar ella—. No puedes permitir que ese niño siga con ella. ¡Es una asesina!
Un silencio breve, seguido del tono firme de él:
—Es su madre.
—¿Madre? —soltó ella con desprecio—. Esa mujer es una vergüenza para ti, para nuestra familia. ¿No lo ves?
Carlos no dijo nada. Ella se quejó asqueada.
—¡Esa mujer irá presa! Y tu hijo, un Borbón, con ella.
—¿Qué propones?
El silencio fue largo y pesado, me dolía horrores oírlos hablar, pero aún más lo que no decían.
—Ese niño debe quedarse con nosotros, donde esté seguro… No con esa asesina que lo arrastrará a una celda.
Me llevé una mano temblorosa al pecho. Sentí que me arrancaban el aire.
Carlos no respondió de inmediato. Solo escuché el roce de su respiración, y entonces, con una frialdad que me heló la sangre, dijo:
—Me haré cargo.
Un puño invisible me aplastó el corazón.
—¿Y ella? —insistió Rebeca, como quien pregunta por un desecho.
El eco del silencio de Carlos fue más brutal que cualquier palabra.
Las lágrimas me nublaban la vista. Quise levantarme, pero mi cuerpo era plomo. El terror me agitó el pecho, y todo volvió a oscurecerse.
Cuando abrí los ojos en la habitación, por instinto, mi mano buscó mi vientre. Piel flácida y nada más… Mi bebé, ya no estaba.
—¡No! ¡Mi hijo! —el grito desgarró mi garganta.
La puerta se abrió de golpe. Una joven de uniforme blanco entró con una bandeja metálica. Su rostro se iluminó al verme despierta.
—Hola, mamita —dijo con suavidad, dejando la bandeja a un lado. Tomó mi muñeca con manos cálidas—. ¿Por qué tan triste esa nueva mamá?
—¡Mi hijo, mi bebé, me lo quitaron! —respondí alterada. El dolor en mi zona pélvica brotó como una cascada.
La muchacha me sostuvo con firmeza, sin soltarme.
—Tranquila, tranquila —murmuró con voz amable, acunando mi mano entre las suyas—. Soy Andrea, enfermera. Acabas de despertar, te descompensaste después del parto.
Sacudí la cabeza entre lágrimas.
—¡Me lo robaron! ¡Sé que me lo robaron!
Andrea sonrió con ternura, como una hermana que calma a otra.
—No, Laura. Tu bebé está a salvo. Nació unas semanas antes, por eso lo tenemos en incubadora. Está en el retén neonatal. ¿Entiendes? —Me apretó la mano—. Está aquí, en el hospital.
Mis sollozos se hicieron más suaves. Cerré los ojos y me dejé caer contra la almohada, aferrándome a esas palabras como a un ancla.
—¿De verdad… está bien? —pregunté con voz rota.
—Sí —asintió—. Lo vi hace un rato. Es fuerte, como tú.
Las lágrimas corrieron libres, pero por primera vez no eran solo de dolor. Una chispa de alivio me iluminó en medio del caos.
Mi bebé… pronto lo abrazaré.
Andrea se quedó conmigo más de lo necesario. Me contó que también era madre, que sabía lo que sentía mi cuerpo vacío. Me acarició la frente como si nos conociéramos de toda la vida. Su presencia me devolvió un poco de paz.
Revisó mi presión, acomodó las sábanas y apuntó algo en su libreta. Antes de irse, se inclinó hacia mí.
—Descansa. Ya lo verás con tus propios ojos.
Su sonrisa se quedó grabada incluso cuando cerró la puerta. Respiré tranquila por primera vez desde lo ocurrido en la mansión.
—Doña Emilia… —murmuré.
Oré en silencio. Quizás si ella despertaba, todo se aclararía. En el fondo sabía que esa mujer nunca sería mi salvación.
La puerta volvió a abrirse y el aire cambió. Rebeca entró primero, con pasos firmes y una sonrisa venenosa. Carlos la seguía, silencioso, las manos en los bolsillos y la mirada perdida.
—¿Estás cómoda, Laurita? —preguntó Rebeca, acercándose a la cama con fingida dulzura.
No respondí, mis ojos buscaron a Carlos. Una parte de mí aún esperaba que se acercara, que me diera fuerzas, que hablara de nuestro hijo… como en esas telenovelas que siempre terminaban bien. Pero su mirada era un témpano de hielo.
Jamás imaginé que enamorarme de Carlos sería la peor condena de mi vida.
—Disfruta estos mimos, Laurita… En la cárcel no tendrás privilegios.
Un nudo se formó en mi garganta.
—Yo no hice nada —supliqué—. ¡Quise ayudarla!
Rebeca se inclinó hacia mí. Su perfume me revolvió el estómago.
—¿Ayudarla? —rio con crueldad—. Lo único que trajiste a esta casa fueron desgracias.
Mi cuerpo temblaba bajo las sábanas. Busqué a Carlos, rogando que me defendiera. Pero no encontré nada, solo hielo en sus ojos.
—Carlos, diles la verdad… tú sabes que yo no la empujé.
Él me sostuvo la mirada un segundo eterno. Luego la bajó. No dijo nada. Esa indiferencia me destrozó más que los insultos.
—Ya no vale la pena escucharla. —Suspiró Rebeca antes de salir. Carlos la siguió sin mirarme siquiera.
Creí que al irse recobraría un ápice de paz, pero al instante oí voces en el pasillo. La puerta entreabierta dejó pasar cada palabra.
—Esa mujer es peligrosa —decía Rebeca con dramatismo a los policías—. Mi madre está en coma por su culpa. Tememos que también intente dañar al bebé.
—Señor Borbón —intervino uno de ellos—, ¿tienen pruebas? ¿Algún testigo?
—Yo la vi forcejear con mi madre —respondió Carlos con voz firme. Cada palabra fue una puñalada—. La empujó por la escalera principal.
El mundo se encogió alrededor de mí, las paredes se cerraron e intentaron aplastarme cuando la puerta volvió a abrirse. Los dos policías ingresaron, seguidos por Carlos y Rebeca. Permanecieron de pie junto a la camilla.
—Laura Martínez —dijo uno, sacando una libreta—, queda detenida bajo sospecha de intento de homicidio. En cuanto reciba el alta médica, será trasladada a la jefatura.
Mi mundo se hizo pedazos.
No tenía panza. No tenía a mi hijo en brazos. No tenía a nadie que me creyera.
Solo me quedaba la etiqueta de asesina, cosida a mi piel como una marca ardiente.







