Abrí los ojos lentamente. Por un instante, la luz colada desde la ventana ofuscó mi visión. Sin embargo, un murmullo de risas suaves me sacó del sopor. Parpadeé y lo vi.
Un niño pequeño, de no más de tres años, estaba de pie junto a la cama, con el cabello castaño alborotado y unos ojos grandes que brillaban de picardía. Inflaba los labios, formando una boquita de pato exagerada, y luego estallaba en una risita clara que me atravesó como un relámpago.
El corazón me dio un vuelco.
Por un momento creí que era mi hijo. Pensé que el tiempo había corrido de golpe, que la incubadora y los llantos quedaron atrás, que la separación impuesta por esa familia era cosa del pasado y ahora lo tenía ahí, de pie, sano, riendo para mí. Una sonrisa me brotó sin permiso.
La realidad me cayó encima como agua helada. No podía ser. Mi bebé apenas había nacido y fue arrancado cruelmente de mis brazos. Aunque por dentro lo anhelaba con tanta fuerza que las lágrimas me nublaron la vista, ese niño era ajeno.
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