Mundo de ficçãoIniciar sessãoEl trayecto hasta el hospital fue un suplicio eterno. El interior de la ambulancia olía a metal y desinfectante, un aire pesado que se mezclaba con el pitido de los aparatos y las voces de los paramédicos. Yo iba en la parte trasera, con la espalda pegada contra el asiento, inmóvil, observando impotente cómo le colocaban una mascarilla de oxígeno a doña Emilia. Su piel se volvía ceniza, sus párpados cerrados, su cuerpo rígido como un cadáver.
Quise acercarme, sostenerle la mano, demostrar que no la había dejado caer a propósito… pero Carlos me apartó con una sola mirada.
—Quédate donde estás. Ni te atrevas a tocarla. —Su voz me atravesó como un látigo. La furia ardió en sus pupilas.
Me abracé al vientre, temblando. El miedo calaba mis huesos, y una culpa absurda se me incrustaba en el pecho. Yo solo quería ayudarla… y, de repente, me convertí en su verdugo.
Repasé una y otra vez el momento del accidente; buscaba algo que pudiera haber hecho distinto. Pero no había nada. Mis brazos no bastaron, mis fuerzas fueron insuficientes. Ella se me escurrió como agua entre los dedos.
Intenté hablar.
—Carlos… ella…
Él volteó. Su mirada fue suficiente para callarme. Un muro de hielo me cerraba la garganta.
La ambulancia frenó bruscamente al llegar al hospital. El golpeteo de las ruedas de la camilla contra el suelo retumbó en mis sienes. Carlos iba detrás, sujetando la mano de su madre hasta que los paramédicos le pidieron espacio. Nunca se giró hacia mí. Ni una sola vez. En su mente, yo ya era culpable.
Esperé en el pasillo, con el corazón latiendo en mis sienes.
Entonces la vi.
Rebeca. La hermana de Carlos.
Emergió del fondo del pasillo, como un fantasma oscuro, cargado de odio. Se movía cual torbellino, con la melena larga agitándose y los labios apretados. Sus tacones repicaban contra el piso del hospital cual disparos en mi cabeza.
—¡Maldita asesina! —escupió apenas estuvo frente a mí.
Ni siquiera preguntó por su madre. Su único objetivo era devorarme viva.
—Yo… no hice nada. Se puso mal, intenté ayudarla, pero… —balbuceé.
Su respuesta fue un golpe seco. Su mano se estrelló contra mi mejilla derecha. El ardor me arrancó un sollozo. Antes de que pudiera reaccionar, otra bofetada me cruzó la izquierda. El sabor metálico de la sangre se mezcló con mis lágrimas.
El pasillo enmudeció. Nadie me defendió. Nadie detuvo a esa mujer.
Carlos se levantó al vernos, pero no para protegerme. Abrazó a su hermana, conteniéndola entre sollozos, como si fuera una niña indefensa.
Lo vi acariciarle el cabello, murmurarle palabras de consuelo. A sus ojos, ella era la única víctima en ese lugar.
Ese fue el verdadero golpe: él la consolaba a ella mientras yo me desmoronaba sola. Ni siquiera fue capaz de hacerlo por nuestro hijo.
—¡Todo es culpa de esa zorra! —chilló Rebeca, señalándome con los ojos enrojecidos por la rabia.
Mi cuerpo temblaba, pero lo que me destrozó fue la manera en que Carlos no negó nada. Se limitó a apretarla más fuerte contra su pecho.
Rebeca se soltó de su hermano y volvió hacia mí. Sus pasos eran un tambor que me destrozaba los nervios.
Ella me empujó con fuerza. Mi espalda chocó contra la pared helada del corredor. La pintura áspera desgarraba mi piel a través de la blusa. El impacto me arrancó un gemido.
—¡Intentaste matar a mi madre, asesina! —escupió a centímetros de mi rostro. Su aliento impregnado de rabia me hizo cerrar los ojos.
—¡No! —grité con lágrimas en los ojos—. Juro que hice todo lo posible por calmarla. Yo no…
—¡Cállate! —me cortó, con el rostro descompuesto—. Si de mí dependiera, ya estarías en la cárcel.
El murmullo de las enfermeras cercanas era como un coro de condena. Cada mirada fue una aguja clavándose en mi espalda. El pasillo entero parecía juzgarme.
Carlos me miró. Tenía el rostro desencajado, como si cargara un peso insoportable. Yo lo busqué con la mirada, suplicando, rogando que, al menos, él me escuchara.
—Carlos, por favor…
Pero en lugar de tenderme una mano, su ceño se frunció más. Caminó hacia mí con pasos rápidos, con la frialdad de un juez dispuesto a dictar sentencia. Traté de encogerme en mi sitio por el miedo.
—¿Qué le dijiste? —preguntó con un tono helado.
—Nada… solo estaba limpiando y… ella empezó a gritarme, me culpó de sus pérdidas y…
—¿Y esperas que crea eso? —me cortó con brutalidad—. ¿Qué justo cuando mi madre colapsa tú estabas ahí, fingiendo sostenerla para hacerte la víctima?
El mundo se me vino abajo.
—No soy una asesina —logré balbucear, rota por dentro.
Pero Rebeca no me dio tregua.
—Ni siquiera estamos seguros de que ese hijo sea tuyo, Carlos —soltó, con una sonrisa torcida, envenenando el aire.
—¡Eso es mentira! —grité, con el pecho a punto de estallar—. Jamás he estado con otro hombre que no seas tú, Carlos. Este niño es tuyo, lo juro por mi vida.
Mis palabras salieron entre lágrimas y rabia, pero eran la única verdad que tenía para aferrarme.
—Puedes odiarme todo lo que quieras —continué, buscando desesperada sus ojos—, pero no dudes de tu propio hijo. No de él… por favor.
El silencio pesó, y aunque sentía todas las miradas encima, me negué a bajar la cabeza. No iba a dejar que me arrancaran también esta verdad.
Carlos apretó la mandíbula. No me defendió. No desmintió a su hermana. Su silencio fue la peor de las condenas.
Intenté dar un paso hacia él, pero retrocedió como si mi cercanía lo ensuciara. Ese gesto me rompió en mil pedazos.
Entonces apareció el médico. Un hombre de bata blanca, con el rostro grave y las manos manchadas de urgencia.
—La paciente está en estado de coma. Es imposible saber cuánto tiempo permanecerá así.
Las palabras fueron un martillo en mi pecho. Carlos se llevó las manos a la cabeza, desesperado. Rebeca, en cambio, sonrió con triunfo, como si el destino estuviera de su lado.
—¿Lo ves? —Me lanzó una mirada de victoria venenosa—. Todo esto es por tu culpa, zorra inmunda.
Mis piernas temblaron. Mis manos sudaban. El aire del hospital se volvió demasiado denso para respirar.
Intenté hablar una vez más.
—Por favor, créanme… yo nunca…
Un dolor agudo atravesó mi vientre como una lanza. Ahogué un grito. Mis manos se movieron al estómago por inercia. Algo caliente corrió entre mis piernas: el líquido me empapó la ropa y en un parpadeo escurrió hasta el suelo.
—Creo… ¡Se me rompió la fuente!







