Mundo ficciónIniciar sesiónLos siguientes días, aquella habitación blanquecina se convirtió en mi celda sin barrotes. Oficiales se turnaban en la puerta para custodiar cada movimiento de “la peligrosa asesina”, o sea, yo. Solo tenía permitido salir para los respectivos estudios que demostrarían mi buen estado de salud y así conseguir el alta médica lo antes posible.
Creí que lo peor fue la traición frontal ejecutada por el hombre que amaba. Sin embargo, me di cuenta, luego de dos días del parto, de que ese lugar lo ganó la ausencia de mi bebé. Apenas lo vi cuando nació; desde entonces ni siquiera podía acercarme al retén. Anhelaba abrazarlo, sentir el calor de su pequeño cuerpecito, alimentarlo de mi pecho cargado.
En cada visita, Andrea era el único consuelo, la única voz que me trataba con dulzura y empatía sin importar lo que todos decían. La única persona que me hablaba sobre el estado de mi hijo.
—Andrea, yo quiero verlo —le dije uno de esos días mientras me preparaba para el chequeo médico.
Ella apretó los labios con pesar.
—Es mi bebé. No es justo que me lo nieguen.
Ella suspiró.
—Laurita, lo siento. Eso no depende de mí. Está en…
—Lo sé, lo sé, Andrea. Lo entiendo. Pero necesito al menos verlo a través del cristal. Saber que sigue luchando, que está bien.
Andrea guardó silencio; vi duda en su mirada.
—No te prometo nada, pero veré qué puedo hacer.
Asentí, esperanzada, y me senté en la silla de ruedas. Andrea empujó como siempre hasta el laboratorio y, una vez terminados los estudios, tomó un desvío discreto hacia un pasillo distinto.
Mi corazón se aceleró al reconocer la placa metálica: Retén neonatal.
Andrea no dijo nada, solo me colocó frente al cristal y señaló con suavidad hacia una incubadora.
—Ese es tu pequeño.
Mis manos temblaron al apoyarse contra el vidrio frío. Allí estaba, tan diminuto que parecía un suspiro encarnado. Su piel se veía sonrosada bajo la luz azulada de la lámpara; su pecho subía y bajaba con dificultad, acompañado por los pitidos regulares del monitor. Tenía una mascarilla diminuta en la nariz, conectada a un respirador; un sensor adherido a su pie mandaba señales a la pantalla.
—Mi bebé… —murmuré con un hilo de voz.
Las lágrimas me nublaron los ojos, pero aun así lo vi mover una manita encogida, pataleando débilmente como quien se aferra a la vida.
Andrea apoyó una mano en mi hombro.
—Nació fuerte, Laurita. Necesitará ayuda unos días, pero está luchando.
Me incliné contra el vidrio, deseando atravesarlo, cubrirlo con mi pecho, prometerle que todo estaría bien.
—Ya basta, señora —intervino el oficial que nos acompañaba. Su voz sonó seca como un portazo—. Debemos volver a la habitación.
—Un minuto más… —supliqué.
Él resopló con fastidio, pero se quedó inmóvil. Andrea me dio un apretón silencioso en el hombro. Grabé con los ojos cada detalle: su cuerpecito, las máquinas, el sonido de la vida que peleaba por existir.
Cuando Andrea giró la silla, sentí que me arrancaban el derecho de ser madre.
♡⁀➷♡
Tres tardes después, Andrea irrumpió en mi soledad empujando una pequeña cuna transparente. Dentro, envuelto en una mantita azul, estaba mi hijo.
—Laurita… —susurró—. Tengo un regalo para ti.
El aire se me escapó. Mis brazos temblaron cuando lo recibí, pero en cuanto lo tuve contra el pecho, todo en mí se encendió. Era tan ligero, tan cálido, con ese aroma indescriptible, a nueva vida.
El pequeño buscó instintivamente, y entre lágrimas lo acerqué a mi pecho. El dolor punzó mis senos hinchados, pero fue un dolor dulce. Andrea me acomodó las mantas y sonrió, como compartiendo conmigo ese instante robado a la desgracia.
—Míralo… está tranquilo contigo —murmuró.
Lo miraba fascinada, conmovida, hasta que su boquita succionó débil y, en minutos, ya dormitaba satisfecho. Cerré los ojos y me aferré más a él, llenándome con su calor, prometiéndole en silencio que todo saldría bien con nosotros.
Sin embargo, la vida parecía empeñada en desgraciarme. La puerta se abrió como azotada por un tornado.
Rebeca entró a paso firme, seguida de Carlos con un papel en la mano.
Noté de reojo cómo Andrea se puso rígida. Su mano aún descansaba en mi hombro, pero de pronto tembló con un estremecimiento breve. Yo no entendí nada; mi atención estaba fija en la escena que tenía delante.
—¡Laurita, se acabaron los mimos! —dijo Rebeca con una sonrisa venenosa. Carlos le entregó el papel—. Mira, tu alta médica… Bueno, la de ambos, pero…
Me arrancó al bebé de los brazos con la frialdad de quien roba un objeto, no un hijo. De inmediato, se lo entregó a Carlos.
—Este pequeño es un Borbón. No crecerá junto a una asesina.
—¡Devuélveme a mi hijo! —rugí, lanzándome sobre ella como una fiera acorralada.
Le jalé el cabello con furia, entre arañazos y gritos. Su perfume empalagoso me llenaba la nariz, mezclado con el olor metálico de mi sudor. Rebeca chilló sorprendida, pero una mano más fuerte me arrancó de encima.
Carlos me sujetó del pelo con brutalidad. Su mirada era hielo.
—Basta, Laura.
Me empujó hacia la cama sin importarle mis reproches. Los hermanos salieron con el bebé. La puerta se cerró de golpe, dejándome en un vacío insoportable.
—¡Mi hijo! ¡Devuélvanmelo!
Desde el pasillo se oyó la voz de Rebeca:
—¡Está loca! Me atacó, oficial. ¡Miren cómo me dejó!
Andrea intentó calmarme.
—Laura, por favor…
Pero ya no escuchaba. La ventana era mi única salida.
—Necesito ayuda —dije, con la respiración entrecortada—. No puedo quedarme aquí.
Andrea palideció, titubeante.
—Laura, no cometas una locura. ¡Es un segundo piso…!
No la dejé terminar. Corrí. Abrí la ventana de golpe. La noche fría me azotó el rostro.
Afuera los vi: Carlos y Rebeca subían al auto con mi hijo en brazos.
El corazón me estalló. No pensé. No sentí.
Salté.
El vacío me tragó; por un segundo floté suspendida entre cielo y tierra, con el llanto de mi bebé retumbando en mi memoria.
El impacto me arrancó el aire. Rodé por el césped áspero, la piel me ardió en raspones, un tobillo se torció con dolor punzante. Me levanté tambaleante y eché a correr.
—¡Mi hijo! —grité tras el carro que se alejaba.
Las luces rojas desaparecieron en la distancia. Mis fuerzas me abandonaron; me oculté entre sombras, jadeante, rota.
Unos faros se acercaron. Por un segundo creí que eran ellos. Me cubrí el rostro, temblando.
—¡Laura!
Un auto se detuvo frente a mí. Tras el volante estaba Andrea, con el terror pintado en el rostro.
—¡Rápido, sube!
No lo pensé. Abrí la puerta y me lancé dentro.
—Ya no estás sola…
El motor rugió. Nos alejamos a toda velocidad.







