Mundo ficciónIniciar sesiónLaura Martínez
Abrí los ojos con dificultad. Mi cuerpo pesaba, la garganta me ardía y un dolor sordo cruzaba mi vientre. Por un segundo pensé que me regresaron al hospital, vigilada como una criminal; mi pecho se apretó con la misma angustia de siempre. Pero el techo no era familiar, tampoco el aroma; olía a madera encerrada, y la manta que me cubría tenía otro tacto, otro calor.
Sin duda, me encontraba en un sitio distinto. Entonces lo noté, había alguien en la habitación. Un hombre, sentado, erguido con un vaso en la mano. La luz que se colaba desde el pasillo apenas delineaba su figura y un escalofrío me bajó por la espalda.
—¡Carlos! —el grito me supo a pesadilla repetida.
Él no hizo el ademán de moverse. Exhaló como quien esperaba ese sobresalto. Luego habló; fue como una cuchillada sin empuñadura.
—Hasta que despiertas, Laura.
No era la voz de Carlos. Era más grave, cortante; un tono que no buscaba calmar, sino medir. Lo observé mejor: el cabello peinado hacia atrás, el traje oscuro sin una arruga, la mirada fría como vidrio. No tenía nada que ver con el hombre de la mansión. Aun así, el miedo me apretó el pecho y subí la manta hasta el mentón, como si ese pedazo de tela pudiera ocultarme de todo lo que me aterraba.
—¿Quién… quién es usted? ¿Dónde estoy? —Mi voz salió quebrada, temblorosa.
Él se inclinó, apoyó el vaso sobre la mesa con la parsimonia de quien coloca una pieza en su sitio y encendió la lámpara lateral. La luz blanca que emanó me permitió ver con mayor claridad ese azul gélido de su mirada.
—Antonio Guzmán. Hermano de Andrea.
La mención de Andrea fue un ancla en la niebla: ella me había recogido, me había llevado, me curó las heridas. Eso me dio algo de confianza, pero aún temblaba.
Él entrelazó las manos y me miró con la calma fría de quien juzga desde fuera.
—Mientras dormías, me ocupé en averiguar quién eres. Laura Martínez: graduada en contabilidad, expediente correcto, notas destacadas. Una mujer con futuro. Y, sin embargo, acabaste fregando pisos en la mansión de los Borbón.
La vergüenza me encendió la cara. Había querido arrancar las cuentas que me ahogaban; creí que un sueldo mejor me daría aire. No era humillación; era supervivencia. Lo intenté explicar con voz baja, aferrada a la manta.
—El salario… era el doble… no, el triple… —tartamudeé—. Tenía deudas, señor.
Él ladeó la cabeza, con esa sonrisa mínima que no es real.
—¿Y eso te basta para venderte a su miseria? —dijo, con desprecio—. ¿Creíste que siendo la sirvienta te catapultarías a su mesa? ¿Que jugando a la sumisión te coronarías?
Algo dentro de mí ardió. La palabra “venderme” me quemó. No fui una cara comprada; fui una mujer que trató de estirar el pan. Me incorporé, la manta cayó a mis piernas y mis manos se cerraron en puños.
—¡No me vendí! —exploté—. No sabe lo que es deber hasta la nuca, no sabe de noches sin dormir registrando facturas, no sabe de llamadas de banco a las tres de la mañana. Yo trabajé y aposté por vivir.
Él no se inmutó. Como si hubiera escuchado todos los recursos antes.
—¡Claro! Y por eso tuviste un hijo que pudiera heredar y cubrir tus deudas —dijo brusco, como quien lee una línea de una lista—. Pero te salió mal el plan porque ahora lo tienen ellos.
La gravedad de sus palabras me dejó helada. Mi garganta se cerró. Recordé el olor del hospital, el griterío, la mano que me había empujado, la caída, el silencio después del golpe. La visión de mi pequeño arrebatado me quemó por dentro como ácido.
—¡Usted no sabe ni una m****a acerca de mí! —le grité, furiosa, pero después mi voz se rompió en susurros—. Ellos me lo quitaron. Me lo arrancaron de los brazos.
Se le endureció la mandíbula. Por un segundo su mirada perdió la distancia y vi algo que no supe descifrar: no era compasión, pero hubo una sombra que no encajaba con esa frialdad que había demostrado desde que desperté.
—¿Qué esperabas? —preguntó, con voz filosa—. ¿Que la familia te hiciera reina porque tú barrías su salón? La realidad no es una novela, Laura. La vida tiene reglas y la gente como tú… acepta posiciones. Si te acercaste con la intención de escalar, fingiendo, seduciendo, no eres más que otra oportunista.
Las palabras me hicieron estallar. Todas las humillaciones acumuladas se mezclaron en la voz de Rebeca, que ahora parecía un eco de la suya: “Eres una zorra oportunista”. Me puse de pie tambaleante; las piernas todavía me fallaban por lo que hice para salir del hospital, pero la rabia me dio equilibrio.
—¡Usted no tiene idea del dolor que vivo! —le grité—. Ni del hambre ni de la vergüenza. ¡No se atreva a juzgarme por no tener otra opción!
La habitación pareció encoger con el ruido de mi voz. Las paredes, las sombras, todo se llenó de la vibración de mi rabia. Él, sin embargo, permaneció sereno, como si todo fuera parte de un ensayo que ya había visto mil veces.
—No me malinterpretes —dijo, calmado—. No me importa tu miseria. Me interesa la verdad. ¿Eras tú una mujer de libros que cayó por necesidad, o eras una jugadora con estrategia? Porque las dos cuentan distinto a la hora de juzgar el daño.
Quise responderle que no hay honor en elegir entre el hambre y la dignidad, pero las palabras se me llenaron de sangre y se atascó el aire. La mezcla de agotamiento y cólera me dejó sin defensa. Intenté calmarme, pero la furia me ardía en el pecho; sentí una necesidad urgente de salir, de hacer algo por mí misma.
—¡Váyase a la m****a! —dije con voz cortante—. Recuperaré a mi hijo sola, aunque tenga que arrastrarme.
Me dirigí hacia la puerta. Cada paso ardió, pero fue una afirmación de que no me reducirían a su veredicto. Sentí la manija bajo la mano, fría.
Antes de que pudiera abrirla, una mano firme me sujetó por el brazo. Fuerte. Inapelable.
—No seas estúpida —dijo él en tono bajo, con una autoridad que no admitía réplica—. Si sales ahora, no irás a prisión; te aseguro que morirás antes de poder acercarte a esa mansión.
El miedo me atravesó de golpe. No sabía si eran amenazas veladas o advertencias. Miré aquellos dedos que me sujetaban, la uña limpia, la muñeca sin heridas. Él no era un guardia; no tenía uniforme. Pero su voz no permitía discusión.
—¿Y por qué le importa? —pregunté, con rabia y pánico a la vez—. ¿Por qué detenerme?
Su mirada me atravesó, sin paciencia para el teatro.
—Porque puedo ayudarte a recuperar a tu hijo.
El silencio me cayó encima como una losa. El desconcierto me dejó muda. ¿Un hombre que hacía minutos me afeaba la conciencia ahora me ofrecía ayuda? Era un gesto tan incongruente que ni siquiera supe qué pensar.
—¿Por qué? —logré preguntar; la incredulidad vibró en cada sílaba.
Él dejó caer la mano, pero no se movió. Sus ojos, implacables, se clavaron en mí.
—Porque a veces la justicia no se alcanza en los tribunales. Porque hay cosas que los Borbón saben esconder. Y además —añadió en un tono más bajo, casi sin sonrisa—, me gusta ganar. A veces para eso necesito piezas que otros desdeñan.
La palabra “piezas” me heló. No era una oferta amable; era una proposición estratégica. Me ofrecía ayuda, cierto, pero a su manera: como quien compra una ventaja en una partida de ajedrez.
Mi rabia seguía ahí, encendida, pero también una parte de mí, pequeña y cansada, se inclinó hacia la posibilidad. Recuperar a mi hijo; ¿qué otra opción real tenía? La calle no era un refugio y la familia Borbón tenía dinero e influencia. Si alguien podía meter la mano en sus pliegues y tirar de un hilo, tal vez era ese hombre frío que no hacía caridad por nadie.
—Está bien —murmuré al fin, con la voz rota—. Le escucharé. Pero no creo en promesas de tiburones.
Él no sonrió. Se limitó a asentir como si mi aceptación fuera un movimiento más en su tablero.
—Perfecto.
Antonio colocó su mano encima de la mía sobre la manija de la puerta; un escalofrío me recorrió al abrirla. Él salió, pasó junto a Andrea sin cruzar palabras mientras ella traía una bandeja con comida para mí.
No tenía la mínima certeza de lo que venía, y aunque temblaba, por primera vez no estaba sola. Sin embargo, algo me decía que caminar con un lobo podría terminar en sangre.







