Laura
—Laura, ¿está bien? —preguntó el hombre ante mí—. Venga, siéntese.
—Antonio… —balbuceé otra vez, con el corazón encogido y las lágrimas acumulándose en las comisuras.
Él negó despacio, en silencio, y entonces noté mi error. Me sentí ridícula por haber creído, siquiera por un segundo, que Antonio había vuelto. El azul de sus ojos era distinto; además, lucía mucho más joven.
—So-soy el doctor Antonelli… —La voz le tembló, así que se aclaró la garganta—. Matías Antonelli.
Oír su nombre dolió en mi pecho como una puñalada.
—Lo-lo siento. Pu-puede llamarme Matías o Mat.
Asentí, apenas conteniendo el llanto, hasta que volví a escucharlo:
—Así me llaman todos desde que Antonio me llevó a la fir…
Las lágrimas se escaparon sin que pudiera hacer nada para detenerlas.
—Mierda —murmuró—, pero qué tarado.
Se levantó y comenzó a caminar intranquilo de un lado a otro. Su nerviosismo me hizo reír. No, fue más que eso: estallé en una carcajada fuerte, inesperada, sin entender del todo el motivo.