Andrea me ayudó a vestirme como si fuera una niña enferma: unos jeans limpios, blusa clara y una chaqueta que me quedaba un poco grande. Nada de colores fuertes, nada que atrajera miradas. Yo temblaba tanto que los botones se me escapaban de los dedos.
—Tranquila, Laurita —me dijo ella, sujetándome la mano—. No estás sola.
Quise creerlo, pero la sensación era la misma que cuando doña Emilia se desplomó en la escalera y no pude hacer algo para ayudarla, ese nefasto día que cambió mi vida para siempre. El vacío en el pecho era insoportable. Cerré los ojos un instante y pensé en mi bebé. Recordé su piel suavecita, su boquita pegada a mi pezón esa única vez que pude sentir el calor de su cuerpecito, sus manitas apretando débilmente mi pecho… Y luego, la irrupción de los hermanos Borbón que lo alejaron de mí en un instante.
El portazo seco me sacó del ensueño. Antonio apareció en el umbral. Llevaba un maletín de cuero en la mano y ese aire de tiburón que me helaba los huesos.
—Es hora.
No