Hoy era mi cumpleaños, y toda la aldea de la manada Luna Plateada estaba lista para celebrarlo. Las luces, las guirnaldas y el aroma de las hogueras llenaban el aire, pero yo llevaba un secreto y un miedo que nadie podía ver: mi lobo aún no había despertado. Siempre había sido una latente, y eso me hacía sentir diferente, débil… inadecuada. Pensé que esta noche podría traerme algo bueno, tal vez incluso Jackson, mi amigo de toda la vida, mirándome de otra manera. Pero cuando el vínculo se reveló, todo cambió. Él me rechazó públicamente, diciendo que no podía elegirme como su Luna porque no era lo suficientemente fuerte. Sentí como si todo mi mundo se rompiera en mil pedazos; la humillación y el dolor me atravesaron mientras mi familia intentaba consolarme. Esa noche, bajo la luz de la luna, entendí que no solo había perdido un sueño: había comenzado una batalla que aún no sé si podré ganar.
Ler maisEl bosque de la manada Luna Azul se extendía hasta donde alcanzaba la vista, cubierto por un manto de estrellas que anunciaba la llegada de una noche especial. En la aldea, los preparativos habían comenzado desde temprano: guirnaldas hechas con flores silvestres adornaban las casas de madera, las hogueras estaban listas para encenderse, y los niños corrían de un lado a otro aguardando la fiesta que marcaría el paso a la adultez de Emili, hija del beta.
Ella caminaba entre la multitud con una sonrisa tímida, saludando a los ancianos que la felicitaban y a los pequeños que corrían a abrazarla. Era querida por todos, incluso respetada, aunque la sombra de un temor pesaba sobre sus hombros: su lobo aún no había despertado. Con dieciocho años recién cumplidos, seguía siendo una latente, una excepción peligrosa en un mundo donde la fuerza definía el destino. Bastian, su hermano mayor, se mantenía a su lado, animándola con chistes y empujoncitos cariñosos. Juntos habían crecido con Jackson, el hijo del alfa Magnus, y con Ronan, hijo del gamma Arvid. Los cuatro habían sido inseparables desde cachorros, y aunque las cosas habían cambiado con el paso del tiempo, aún quedaba el eco de aquella unión. Para Emili, Jackson siempre había sido algo más que un amigo. Había en su pecho un cariño que con los años se transformó en un silencioso flechazo. Pero sabía que los sentimientos de él eran distintos: Jackson la miraba con ojos de hermano, protector, firme, como quien vela por alguien frágil. Aun así, esa noche Emili tenía la esperanza secreta de que la Luna, en su sabiduría, le revelara un destino luminoso. Sus padres, Einar y Lidia, eran ejemplo vivo de lo que un verdadero vínculo podía significar, y ella soñaba con un amor semejante. Cuando la luna alcanzó su punto más alto en el cielo, Clariza, la Luna del alfa y madre de Jackson, apareció entre la multitud con un pastel en sus manos. La mujer, a quien Emili quería como a una tía, se acercó con una sonrisa radiante. —Feliz cumpleaños, pequeña —susurró al abrazarla, mientras la joven sentía el calor maternal de su afecto. El corazón de Emili latía con fuerza. Todo estaba preparado para que la celebración comenzara. El alfa Magnus alzó la voz, convocando a los presentes a reunirse alrededor de la plaza central. Bastian, a través del enlace mental, anunció que estaba en camino. —Esperen, ya casi llego… —su voz resonó en la mente de su hermana. —Apresúrate —le respondió Emili con ternura—, te estoy esperando. Pero antes de que Bastian llegara, ocurrió lo inesperado. El aire cambió. Una oleada de aromas invadió los sentidos de Emili. Su olfato se agudizó como nunca antes, y un perfume dulce mezclado con menta y madera penetró en su pecho, envolviéndola por completo. Sus pupilas se dilataron, sus músculos se tensaron. Con la respiración entrecortada, giró la cabeza hacia la dirección de aquel olor. Y lo vio. Jackson, de pie entre la multitud, observándola con el ceño fruncido. La multitud quedó en silencio. Un murmullo recorrió la plaza, y muchos entendieron lo que estaba ocurriendo: el vínculo había sido revelado. Jackson y Emili eran pareja destinada. La joven dio un paso al frente, temblando. —Emm… Jackson… —balbuceó, la emoción desbordándose en sus ojos. Pero en el rostro de él no había alegría, ni sorpresa agradable. Solo tensión, dolor, y algo peor: decepción. El beta Einar lo notó enseguida, y su instinto lo hizo erguirse, dispuesto a proteger a su hija. Pero antes de que pudiera intervenir, Jackson habló con voz firme, aunque sus palabras estaban teñidas de un sufrimiento que intentaba ocultar. —Lo siento, Emili… —dijo, y el silencio se hizo más pesado—. Pero no puedo aceptarte. Un nudo de dolor desgarró el pecho de la joven. Sus ojos se abrieron con incredulidad, mientras su cuerpo temblaba. El rechazo dolía como un hierro candente que atravesaba el alma, un grito que no se escuchaba pero quemaba por dentro. Jackson apretó los puños, cerró los ojos un instante, y continuó. —Como futuro líder de esta manada necesito que mi Luna sea fuerte. Y tú… tú aún no tienes un lobo. Eres una latente. Un gruñido resonó en el aire. Einar, el beta, se adelantó furioso, con los ojos encendidos y los colmillos amenazando con salir. —¡Suficiente! —rugió, su voz cargada de ira—. No es necesario hacer esto aquí. La manada entera observaba con asombro. Jamás habían visto al beta desafiar públicamente a los líderes. El alfa Magnus intervino, levantando una mano para imponer calma. —Es mejor tranquilizarnos. Jackson, este no es el momento ni el lugar. Recuerda el torneo que se aproxima. Si rechazas el vínculo, no podrás participar. El torneo de manadas era más que una competencia: era un evento crucial donde se determinaba la fuerza de cada clan y su posición en la jerarquía. Rechazar a la pareja destinada significaba herir el alma, y esas heridas no sanaban en semanas, sino en meses. Jackson bajó la mirada, luchando contra la presión de su propio padre y la voz de su lobo, que se rebelaba contra sus palabras. Aun así, respondió con frialdad. —Participaré en el torneo, padre. Pero no le daré falsas esperanzas a nadie. Mi rechazo es definitivo. El mundo de Emili se quebró en ese instante. Su cuerpo perdió fuerzas, y de no ser por el abrazo de Lidia habría caído al suelo. Las lágrimas se agolparon en sus ojos mientras, con un hilo de voz, susurraba: —Vamos, madre… ya no quiero estar aquí. Lidia asintió, conteniendo su propio dolor, y tomó a su hija de la mano. Mientras avanzaban hacia la salida, los lobos de la manada hicieron un pasillo. A su paso, las cabezas se inclinaban, las manos se extendían para acariciar su brazo, su cabello, transmitiéndole consuelo. Nadie estaba de acuerdo con la decisión de Jackson, nadie celebraba aquel rechazo. Emili era una de ellos, alguien que había cuidado de los niños, servido en el centro médico, ayudado en cada tarea comunitaria. Ella no era débil a los ojos de la manada. Pero lo era para el futuro alfa. Cuando llegaron a la casa, Emili subió directamente a su habitación. Se dejó caer sobre la cama y rompió en llanto, un llanto desgarrador que sacudía su cuerpo entero. Lidia se sentó a los pies de la cama, acariciando suavemente su pierna, sin decir nada. Porque no había palabras que pudieran aliviar ese dolor. Y mientras la luna Clariza brillaba desde lo alto, testigo de la tragedia, Emili comprendió que esa noche no solo había perdido un sueño, sino que había comenzado una batalla que aún no entendía.El despacho de los alfas estaba silencioso, apenas iluminado por la tenue luz de las lámparas y el resplandor anaranjado del fuego en la chimenea. Adrián revisaba algunos informes de seguridad cuando oyó el suave crujido de la puerta. No necesitó alzar la vista para saber quién era.—No recuerdo haber pedido refuerzos —bromeó sin dejar de escribir.Emili sonrió desde el umbral.—Tampoco pediste mi compañía, pero eso nunca me ha detenido.Él alzó la mirada, y su gesto se suavizó al verla. Se recostó en el sillón, dejando el documento a un lado.—Ven aquí.Emili caminó hacia él con esa elegancia natural que nunca perdió, incluso después de años de liderar junto a él una manada entera. Cuando llegó a su lado, se acomodó en sus piernas como siempre lo hacía cada vez que tocaban temas sensibles. Su cuerpo encajó en el suyo con la familiaridad de una promesa.Adrián la rodeó con los brazos, hundiendo el rostro en su cuello.—¿Qué sucede? —preguntó con voz ronca.Emili fingió una mueca travi
El aire en el patio de la manada estaba tibio, impregnado del aroma de carne asada y pan recién horneado. Los cachorros jugaban cerca de la fuente mientras los adultos charlaban entre risas. Era una de esas noches que parecían hechas para la paz. Pero Diana no sentía paz.Apenas había cruzado el umbral de su habitación cuando la vio venir: Betany. Caminaba con su habitual dulzura, el cabello suelto y esa sonrisa nerviosa que parecía esconder algo. Nikolai y Claus, que la acompañaban, se tensaron de inmediato.—Diana —la saludó Betany, deteniéndose frente a ella—. ¿Podemos hablar un momento?Diana la observó unos segundos antes de asentir.—Claro.Sus hermanos intercambiaron una mirada silenciosa; sabían que la conversación no sería fácil. Diana lo notó y, con un suspiro, les pidió privacidad.—Por favor, solo unos minutos.Nikolai frunció el ceño, pero asintió. Claus, en cambio, soltó un bufido resignado.—Estaremos aquí cerca —dijo, cruzando los brazos.Ambos se alejaron unos pasos,
Diana salió de su habitación con paso firme, los ojos enrojecidos y el aura encendida como un incendio contenido. Apenas la vieron, Nikolai y Claus entendieron: ya lo sabía. La noticia de que Erik y Betany eran destinados había llegado hasta ella, y no necesitaban preguntar cómo.Su respiración era entrecortada, las manos crispadas a los costados y los músculos tensos. Nil, su loba, estaba demasiado cerca de la superficie, reclamando control. El fuego en su mirada era el de una bestia herida, dispuesta a destrozar todo lo que se interpusiera en su camino.—Diana… —intentó hablar Nikolai, pero ella ya caminaba con dirección a la casa de los betas.Cada pisada era una amenaza. El aire alrededor de ella vibraba, cargado de un poder latente que cualquiera podía sentir. Sus hermanos se adelantaron, bloqueándole el paso.—Apártate, Nikolai —gruñó, la voz quebrada pero afilada.El mayor no respondió de inmediato. La miró de frente, con firmeza, y reconoció la furia en esos ojos que ya no era
Capítulo: El destino bajo la luna(Perspectiva de Diana)El silencio después del dolor no suena vacío: vibra. Se queda vibrando en el fondo del pecho como una cuerda tensa que no termina de romperse. Yo lo escuché esa noche, ahí, entre los pinos. Permanecí un largo rato sin moverme, con el rostro enterrado en el pecho de Claus mientras Nikolai me acariciaba el cabello en un intento inútil por calmarme. La respiración me salía a golpes y, aunque el llanto se había detenido, el hueco que dejó seguía latiendo con la fuerza de una herida recién abierta.Finalmente levanté la cabeza. Sentí la pegajosidad salada en las mejillas, el frío de la noche mordiendo la piel. Mis ojos, enrojecidos y húmedos, brillaban bajo la luna.—Debemos volver… —susurré, y oí mi voz ajena, quebrada—. Nadie puede saber lo que pasó.Ellos se miraron entre sí. Reconozco ese intercambio silencioso desde que somos niños: Nikolai y Claus hablan con los ojos, con el ceño, con la mandíbula; hay un hilo mental entre ello
El aire estaba cargado de júbilo aquella noche. La manada Luna Creciente se había reunido entera para celebrar el cumpleaños número dieciocho de Diana, la hija de sus alfas, la princesa indomable de cabellos rojizos y ojos intensos como brasas. El campamento rebosaba de luces, guirnaldas y aromas dulces que se mezclaban con la música de tambores y flautas.La muchacha había crecido bajo la mirada de todos, y verla convertirse en adulta era motivo de orgullo. Niños corrían entre las mesas, ancianos narraban historias de las gestas de antaño, y los guerreros compartían jarros de hidromiel, alabando la prosperidad de la manada. Adrián, su padre, observaba con esa sonrisa serena que lo distinguía, mientras su madre no podía contener las lágrimas al recordar que, apenas ayer, esa joven había sido una cachorra en sus brazos.Los gemelos, Nikolai y Claus, imponían con su presencia. A sus veintiún años eran figuras altas, fuertes, y ya habían probado su fuerza en el campo de batalla. Sus risa
Han pasado seis años desde aquella noche en la que mi vida estuvo en peligro, desde el instante en que todo pareció derrumbarse y, al mismo tiempo, renacer con más fuerza. Seis años que hoy siento como un suspiro, y al recordarlos me descubro sonriendo. Mi vida ahora es distinta, plena… y aunque el pasado a veces regresa como un eco lejano, aprendí a mirarlo sin rencor. Mis padres fueron los primeros en cambiar. Poco a poco comenzaron a pasar más tiempo conmigo, con mis hijos, con Adrián. La distancia que antes nos hería fue sanándose con cada visita, con cada charla compartida hasta altas horas de la noche. Con los años, decidieron mudarse definitivamente a la manada Luna Creciente, y no hubo regalo más grande que ese: tenerlos cerca, sentir que su hogar también era el mío. Bastián, mi hermano, fue otro que nunca se apartó de mi lado. Su vida con Lety floreció; tuvieron un hijo más y, aunque viajaban seguido por los negocios y compromisos, de luna azul jamás dejaban de regresar.
Último capítulo