El sol apenas se filtraba entre las montañas nevadas cuando el pequeño pueblo de Willow Creek comenzaba a despertar. Era un lugar que parecía detenido en el tiempo, con sus calles de piedra, sus casas de madera y la única cafetería que servía como punto de encuentro para los poco más de ciento veinte habitantes. A pesar de su tamaño reducido, era un pueblo vivo, atravesado por la carretera principal que llevaba hacia el norte de Canadá. Los forasteros llegaban de vez en cuando, buscando café caliente, comida casera o simplemente un descanso en el largo camino.
Entre risas, tazas humeantes y el tintinear de platos, allí trabajaba Emili, quien cinco años atrás había abandonado todo lo que conocía. Ya no era la muchacha rota que había huido con el corazón desgarrado; se había transformado en una mujer más fuerte, serena, con la madurez que solo el dolor y la soledad podían forjar.
Había encontrado en Willow Creek algo que jamás creyó posible: pertenencia. No como loba dentro de una manada, sino como mujer dentro de una comunidad humana que la había acogido sin hacer demasiadas preguntas.
Martha, la dueña de la cafetería, se había convertido en una figura esencial en su vida. La mujer, de cabello canoso y voz grave, la trataba como si fuera su sobrina, protegiéndola de chismes, curiosos y hasta de los hombres del pueblo demasiado insistentes. Sabía que la estadía de Emili en aquel lugar era pasajera, lo intuía desde el primer día, pero eso no le impedía cuidarla como si fuera sangre de su sangre.
Esa mañana, como tantas otras, Emili se movía con agilidad entre las mesas. Su delantal color crema se sacudía con cada paso y su cabello, recogido en una trenza, caía sobre su hombro izquierdo. El aroma a café recién molido y pan tostado impregnaba el aire, y en el fondo de la sala se escuchaba la risa contagiosa de Claire, otra camarera del lugar y su amiga más cercana.
—¡Em! —llamó Claire, levantando una bandeja con torpeza—. Si sigo atendiendo a estos camioneros yo sola, voy a terminar derramando el café en sus botas.
—Ya voy —respondió Emili con una sonrisa. Se acercó con pasos rápidos y tomó parte de la bandeja—. No exageres, que apenas son tres mesas.
—Tres mesas de forasteros hambrientos —replicó Claire, arqueando una ceja.
Ambas compartieron una risa breve, esa complicidad que solo se da cuando los días transcurren acompañados del mismo trabajo y las mismas confidencias.
Al salir de la cocina con los pedidos listos, Lucas, el joven repartidor del pueblo, entró con las mejillas sonrojadas por el frío y el cabello revuelto. Llevaba en brazos una caja de pan fresco que entregaba cada mañana.
—¡Damas! —saludó con entusiasmo, dejando la caja en el mostrador—. Espero que hayan dejado algo de café para mí.
—Lucas, creo que vives de café y descaro —respondió Emili, apoyando una mano en la cadera.
—¿Y de qué otra cosa podría vivir? —bromeó él, tomando asiento en una de las banquetas junto al mostrador—. Aunque si aceptaras salir conmigo, tal vez viviría también de tus sonrisas.
Claire se llevó una mano a la boca para reír, y Emili negó con la cabeza, divertida pero también con esa firmeza habitual que había aprendido a usar para mantener a raya cualquier insistencia.
—¿Otra vez con eso? —suspiró ella, colocando frente a él una taza de café—. ¿No te cansas de que te rechace?
—Nunca —respondió Lucas, dándole un sorbo al café con fingida solemnidad—. Algún día dirás que sí, y entonces todas estas negativas habrán valido la pena.
—El día que eso ocurra, dejarás de ser Lucas el repartidor y pasarás a ser Lucas el milagroso —se burló Emili, lo que arrancó carcajadas a Claire.
La escena era tan común, tan cotidiana, que cualquiera que los observara pensaría que Emili siempre había sido parte de Willow Creek. Nadie imaginaba la carga de su pasado, ni las cicatrices que aún llevaba en el corazón.
El día transcurrió entre mesas atendidas, charlas triviales y la música suave que Martha siempre ponía en la vieja radio del local. Afuera, la nieve comenzaba a derretirse con la tibia luz del mediodía.
Fue entonces cuando la campanilla de la puerta sonó, arrastrando consigo un silencio repentino en el interior del café.
Un hombre había entrado.
No era un forastero cualquiera. Su presencia se sintió como un golpe en el aire: fuerte, firme, imposible de ignorar. Sus pasos eran pesados pero controlados, y su mirada —oscura, penetrante— recorrió el lugar con la calma calculada de alguien acostumbrado a que todo le perteneciera.
Emili lo reconoció al instante. No por el rostro, que nunca había visto antes, sino por lo que emanaba de él. Un alfa.
El pulso de Emili se aceleró de inmediato. Todo su cuerpo se tensó como un resorte. Su olfato, más agudo que el de cualquier humano, detectó el aroma inconfundible: bosque húmedo, tierra y poder. Ese hombre era un lobo, y no uno cualquiera.
El extraño se acercó al mostrador con pasos tranquilos, casi ceremoniales, y pidió un café con voz grave, sin apartar los ojos de ella.
Emili trató de mantener la compostura. Se obligó a mirar hacia otro lado, a fingir que no lo había identificado, que no sabía lo que era. Pero la tensión en su mandíbula y el leve temblor en sus manos la delataban.
El hombre tampoco parecía sorprendido. Si la había reconocido como loba, lo ocultaba bien. Su expresión se mantenía neutra, respetuosa incluso, como si comprendiera que cualquier movimiento en falso podría ponerla en alerta.
Claire, ajena al verdadero motivo de la tensión, fue quien atendió al hombre, mientras Emili se retiraba discretamente hacia la cocina, con el corazón latiendo desbocado.
Sabía que no podía huir. Sabía también que, aunque habían pasado cinco años, un alfa no era alguien con quien quisiera tener problemas.
Y lo peor de todo: aquel hombre, con solo una mirada, había dejado claro que sabía exactamente quién era ella.