La casa principal de Estrella Plateada era más amplia por dentro de lo que parecía desde fuera. Techos altos, paredes reforzadas con madera oscura y piedra, ventanales que permitían ver el corazón de la manada. Diana caminaba junto a Viktor mientras decenas de lobos los observaban, algunos con curiosidad, otros con evidente emoción contenida. Había betas apostados en las esquinas, mujeres con bandejas llenas de pan horneado, jóvenes que apenas podían controlar el impulso de acercarse más.
Viktor notaba cómo cada mirada gravitando hacia ella cargaba un peso propio.
Respeto.
Expectativa.
Orgullo.
Y, en algunos casos, un miedo casi reverencial.
—Te advertí —murmuró Viktor, inclinándose apenas hacia ella—. Eres noticia desde que los informes llegaron aquí.
—¿Informes? —preguntó Diana, arqueando la ceja.
—Los betas que fueron a los Juegos mandaron reportes diarios. Dijeron que había una loba roja que estaba destrozando estadísticas, récords y egos.
Ella soltó una risa suave.
—De