El amanecer se filtraba por los ventanales de la casa de la manada cuando Emili abrió los ojos. El recuerdo de la noche anterior seguía fresco en su memoria: el dolor, el cambio, la carrera bajo la luna y, sobre todo, la sonrisa de Adrian cuando la vio transformada en su lobo. Había logrado algo que durante años creyó imposible.
Su cuerpo estaba agotado, como si cada músculo hubiera sido forzado hasta el límite, pero la sensación de paz en su pecho la compensaba. Jamás había dormido tan profundamente desde que huyó de su antigua manada.
Adrian había insistido en acompañarla hasta allí la noche anterior. No la presionó a quedarse, pero ella podía sentir en sus gestos y silencios que lo deseaba.
Con calma, se levantó, se alistó y, siguiendo el aroma de comida, bajó hacia el comedor comú