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Capítulo 3– El comienzo del exilio

La tensión en la casa del beta se respiraba como veneno en el aire.

La carta de Emili, hallada sobre su cama vacía, había sido como una daga que atravesó el corazón de sus padres. Lidia, deshecha en llanto, apenas podía mantenerse en pie; Bastian contenía su propio dolor mientras sostenía a su madre; y Einar, con los puños apretados y los ojos encendidos de rabia, apenas lograba dominar el impulso de salir a buscarla de inmediato.

El golpe final llegó cuando Magnus, el alfa de la manada, se presentó acompañado de su hijo y del gamma. Venía a hablar, a “resolver”, pero en los ojos de Einar solo había una chispa de traición.

—Debemos encontrarla —declaró Magnus con voz firme, desplegando la autoridad de alfa que durante más de cuarenta años había ejercido sobre su manada—. Emili no sobrevivirá sola. La traeremos de vuelta.

Aquellas palabras, que para muchos podrían haber sonado como un gesto de preocupación, fueron para Einar un insulto. Una burla disfrazada de compasión. El mismo hombre que la noche anterior le había insinuado enviarla lejos ahora pretendía mostrarse como salvador.

El beta no lo pensó. Su cuerpo se movió más rápido que su razón: el golpe impactó directo contra el rostro de su alfa, derribándolo al suelo. El silencio fue absoluto.

—¡No te atrevas a tocarla! —rugió Einar, la voz grave, el pecho erizado, los colmillos apenas asomando bajo la tensión de su mandíbula—. Ella no regresará. Tú y tu hijo la humillaron, le arrancaron todo lo que conocía, y ahora… ¿quieres cazarla como si fuera una desertora? ¡Nunca!

El gamma dio un paso al frente, preparado para interponerse si el beta perdía el control por completo. El hijo de Magnus, pálido, miraba la escena sin saber qué decir, pero cuando intentó hablar, el silencio del alfa lo calló.

Magnus se levantó lentamente. El golpe lo había dejado con el labio partido y el orgullo herido, pero sus ojos no mostraban furia ciega, sino algo más profundo: decepción. Miró a su hijo con un rastro de amargura en la voz que no necesitó palabras.

Jackson, que hasta entonces había permanecido a su lado, dio un paso inseguro.

—Padre…

El alfa lo ignoró. No podía mirarlo sin sentir cómo su corazón se desgarraba. Había sido su propio hijo quien había puesto en ruinas la amistad, la confianza y el lazo que lo unía a Einar desde hacía décadas.

El beta lo sostuvo con la mirada, aún preparado para luchar si era necesario. Y aunque Magnus era su alfa, aunque las reglas de la manada dictaban que debía inclinar la cabeza en sumisión, aquel día no lo hizo. Ese día, Einar no hablaba como beta, sino como padre.

—No te acercarás a mi hija —gruñó, cada palabra impregnada de la furia más cruda—. Ella decidió marcharse y respetaremos su decisión. Ahora… largo.

El silencio volvió a llenar la habitación. El gamma tocó el hombro del alfa, en un gesto que parecía suplicarle que se retirara. Magnus, con el corazón encogido y la sangre en la boca, finalmente retrocedió. Aún respetaba a ese hombre que lo había acompañado en guerras, en pérdidas y en victorias, pero el puente entre ambos había ardido hasta los cimientos.

Mientras lo veía marchar, Lidia lloraba sin consuelo, y Bastian se aferraba a su padre como un ancla. El mundo era demasiado grande y cruel para una loba solitaria como Emili. Y sin embargo, ella ya estaba allá afuera, enfrentando su destino.

El camino de la soledad

El motor del coche rugía bajo sus manos mientras Emili conducía por la carretera, dejando atrás las tierras que había sido su hogar. No miró atrás. Si lo hacía, quizá no tendría el valor de seguir.

Al cruzar los límites de la manada, algunos lobos en patrulla la habían visto. Sus ojos brillaban bajo la luz del amanecer, pero ninguno la detuvo. ¿Habían comprendido su huida? ¿O simplemente decidieron apartar la mirada? No importaba. Ella ya no pertenecía a ese lugar.

Su primer destino fue el banco del pueblo más cercano. El dinero no compraba libertad, pero al menos le daría tiempo. Retiró todos sus ahorros, y como ya era mayor de edad, tomó también lo que le correspondía de la cuenta familiar. Al contar los billetes en sus manos, se dio cuenta de que aquello era lo único que le quedaba de su antigua vida.

Después fue a un concesionario. Su convertible rojo relucía como un recuerdo de quien había sido: la hija del beta, reconocida, respetada, visible. No podía permitirse seguir llamando la atención. Lo cambió por un coche más viejo, modesto, que pasaría desapercibido en cualquier carretera secundaria. Con la diferencia de dinero, al menos podría mantenerse durante unos meses.

El celular fue lo siguiente en desaparecer. Lo lanzó en un contenedor sin mirar atrás. Era su último lazo con la manada.

Con cada decisión, con cada paso, el peso en su pecho crecía. Ahora era oficialmente una loba solitaria.

Sabía lo que eso significaba. Los desertores eran temidos y cazados, considerados una amenaza para cualquier manada establecida. Vivían sin leyes, sin honor, y a menudo caían en la locura. Los solitarios eran distintos, lobos que, por diferentes razones, habían abandonado sus clanes sin volverse necesariamente un peligro. Pero aun así, eran rechazados, mirados con desconfianza, obligados a vivir en los márgenes.

¿Y qué podía ofrecer ella? Ni siquiera tenía lobo. Una loba latente, débil, rechazada por su propio destino. Si su manada había querido enviarla lejos, ¿qué podía esperar del resto del mundo?

Las semanas se sucedieron entre carreteras infinitas, estaciones de servicio anónimas y moteles baratos. El silencio del coche era su única compañía. Su reflejo en el retrovisor le devolvía un rostro cansado, con ojeras marcadas y una tristeza que parecía no tener fin.

El pueblo del norte

Fue en la tercera semana de viaje cuando llegó al norte de Canadá, a un pequeño pueblo llamado Willow Creek. Estaba alejado de cualquier manada que conociera, rodeado de bosques espesos y montañas cubiertas de nieve. Allí, la vida parecía transcurrir con calma, casi ajena al mundo.

Emili estacionó en la calle principal, frente a una cafetería de fachada antigua pero acogedora. Sus ojos se detuvieron en un cartel pegado a la ventana: “Se solicita camarera”.

Sintió un nudo en el estómago. No sabía si era hambre, nervios o esperanza. Decidió entrar.

La campanilla de la puerta sonó al abrir, liberando un aroma delicioso a café recién hecho y pan horneado. El lugar estaba casi vacío, salvo por un par de clientes mayores que leían el periódico. Tras el mostrador, una mujer de cabello canoso recogido en un moño y mirada vivaz la observó con curiosidad.

—Buenos días, muchacha. ¿Te sirvo algo? —preguntó con voz cálida.

—En realidad… vengo por el anuncio —respondió Emili, señalando la ventana con cierta timidez.

La mujer la evaluó de arriba abajo, como quien mide no solo la apariencia, sino también la historia que alguien carga a cuestas.

—¿Tienes experiencia?

—Sí… un poco. He ayudado antes en restaurantes. Aprendo rápido. Y… necesito trabajar.

La sinceridad en su voz parecía brotar de lo más profundo de su ser. La mujer asintió lentamente, y tras unos segundos de silencio, sonrió.

—Me llamo Martha. Este lugar ha estado en mi familia por generaciones. Necesito manos que me ayuden, pero más que eso, necesito gente en quien confiar. Y tú… —la miró a los ojos, como si pudiera ver la fragilidad detrás de su fachada—. Tú pareces necesitar un refugio.

Emili tragó saliva, conteniendo la emoción que amenazaba con quebrar su voz.

—No quiero causar problemas. Solo… necesito un lugar para empezar de nuevo.

Martha se inclinó sobre el mostrador, acercándose un poco más.

—Entonces aquí lo tienes. Empiezas mañana. Y… —dudó un instante, como quien revela un secreto guardado—, tengo un cuarto libre arriba del restaurante. Es pequeño, pero cómodo. Lo alquilo a buen precio, y si trabajas aquí, podemos arreglarnos.

Por primera vez en semanas, Emili sintió que el aire entraba en sus pulmones sin tanto peso.

—Gracias… de verdad.

Martha le dio una palmada en el hombro y sonrió con ternura.

—Todos necesitamos un lugar donde empezar de nuevo, hija. Y tal vez este sea el tuyo.

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