El pueblo de Luna Creciente se extendía ante los ojos de Emili como un refugio imposible, una mezcla de aldea y comunidad moderna, donde lo ancestral y lo humano parecían convivir en armonía. Apenas bajaron del coche, Adrian comenzó a guiarla entre los senderos empedrados.
—Mira, esta es la casa de los solteros —explicó, señalando un gran edificio de madera, con balcones adornados con flores y el bullicio de jóvenes lobos que entraban y salían—. Aquí viven los guerreros que aún no han formado familia. Entre ellos se organizan turnos de patrulla y entrenamiento.
Emili lo observaba todo con curiosidad. El lugar tenía un aire vibrante, como si cada risa y cada pisada sobre la tierra guardaran la promesa de un futuro sólido.
Adrian continuó caminando, llevándola hacia una construcción más imponent