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Capítulo 5 – El extraño insistente

El silencio de la madrugada en Willow Creek solía ser un bálsamo para Emili. Aquella noche, sin embargo, cuando la campanilla de la puerta del café anunció la salida del cliente que más la había inquietado en años, sintió como si de pronto hubiera vuelto a respirar después de un largo tiempo bajo el agua.

El hombre —ese alfa desconocido de ojos oscuros y porte imponente— se había marchado tras terminar su cena y beber tranquilamente su café. Ningún gesto agresivo, ninguna palabra fuera de lugar. Y aun así, la tensión que había provocado en ella era tan sofocante que, en cuanto lo vio desaparecer calle abajo, sus piernas casi flaquearon de alivio.

Con suerte, pensó, no lo volvería a ver.

Pero la fortuna rara vez estaba de su lado.

La mañana siguiente, apenas abrió la cafetería, allí estaba otra vez. Sentado en el sector que normalmente atendía Emili, con la postura relajada de quien tiene todo el tiempo del mundo, el desconocido aguardaba.

El corazón de la joven dio un vuelco. Fingió no haberlo visto, se mordió el labio y caminó derecho hacia Claire, que acomodaba servilletas en las mesas.

—Por favor —suplicó en un susurro—, atiéndelo tú. Yo me encargo de todas tus mesas.

Claire arqueó una ceja, divertida.

—¿Otra vez el guapo desconocido? De verdad, Em, deberías agradecerle que venga cada día. Seguro solo quiere mirarte más de cerca.

—Claire… —Emili la miró con desesperación—. Por favor, hazme este favor.

Su amiga, aunque intrigada, aceptó. Con una sonrisa encantadora se acercó al hombre y lo atendió mientras Emili corría de mesa en mesa sirviendo cafés, omelets y tostadas. Todo con tal de no cruzar miradas con él.

La escena se repitió al día siguiente. Y al otro. Y al siguiente. No importaba si era la mañana, la tarde o la noche. El alfa estaba allí, sentado en el mismo lugar, comiendo sin prisas y dejando siempre una propina demasiado generosa.

Era como si no le importara nada más que esperar.

Martha y Claire, ajenas al trasfondo real, se lo tomaban con humor. A sus ojos, era un forastero encantado con la misteriosa camarera que nunca parecía tener tiempo para él.

Pero para Emili, aquello era una trampa. Sabía lo que significaba un alfa en su territorio. Era poder, era autoridad, era un recordatorio de todo lo que había dejado atrás. Y no estaba dispuesta a volver a vivir bajo la sombra de alguien que podía reclamarla con solo un gesto.

Tres noches después, la suerte le dio la espalda del todo.

Le había tocado el turno nocturno en soledad. Claire había pedido el día libre y Martha se había marchado temprano, confiando en que la joven se encargaría sin problemas. Era una noche tranquila, apenas un par de camioneros comiendo pasteles y un anciano del pueblo leyendo su periódico.

Entonces, la puerta se abrió y el alfa entró.

Emili se tensó de inmediato. Lo vio avanzar con la misma seguridad implacable de siempre, aunque esa vez no se dirigió a su mesa habitual. Tomó asiento en otra, justo en una de las que ella acababa de atender.

Fue entonces cuando lo entendió: llevaba días observándola. Se sentaba siempre en las mesas que ella tocaba, como si buscara un contacto, un puente que lo acercara poco a poco a ella.

El hombre suspiró al acomodarse en la silla, como si reconociera que ya no podía prolongar más aquella farsa. Y Emili sintió que las paredes se cerraban.

Quiso ignorarlo, como siempre, pero antes de dar un paso, Martha apareció desde la trastienda. Había vuelto solo para revisar unas cuentas y, al notar la situación, frunció el ceño.

—Emili, atiende al caballero. No es de buen recibimiento hacer esperar a los clientes —ordenó con tono firme.

El corazón de la joven se desplomó. Ya no tenía salida.

Inspiró profundamente, obligándose a componer una sonrisa fingida, y caminó hacia la mesa. Su instinto le gritaba que se alejara, pero sus pasos la llevaron directo frente a él.

—Buenas noches, caballero —dijo con la voz más profesional que pudo reunir—. Gracias por elegirnos. ¿Qué desea ordenar?

El hombre la observó en silencio durante unos segundos que parecieron eternos. Sus labios se curvaron en una media sonrisa y, en un tono tan bajo que ningún humano podría oír, murmuró:

—Tranquila, lobita. No busco intimidarte.

Emili apretó los labios, sintiendo cómo un escalofrío le recorría la columna. Mantuvo la vista fija en el bloc de notas en lugar de sus ojos; sabía que mirarlo directamente sería interpretado como un reto.

Con el mismo disimulo, contestó en voz baja:

—Pues no lo parece. ¿Qué es lo que busca?

El alfa ladeó la cabeza, evaluándola con interés.

—Curiosidad. Me pregunto qué hace una loba tan lejos de casa… y viviendo entre humanos.

El pulso de Emili se aceleró. La rabia y el miedo se mezclaron en su pecho.

—Soy una solitaria. Y aun así, no debería darle explicaciones.

Por primera vez, el hombre soltó una breve risa. No burlona, sino genuina.

—Tienes carácter. Eso me gusta. —Hizo una pausa y luego, con voz grave, añadió—. Me gustaría hablar contigo fuera de aquí. En un lugar donde podamos conversar con tranquilidad.

Emili lo miró incrédula, como si acabara de escuchar la propuesta más absurda del mundo.

—¿Está loco? Ni hablar. No voy a estar a solas con un desconocido.

—Puede ser en un lugar público —replicó él con calma—. No quiero nada indebido. Solo hablar. Si después de eso me pides que me marche, lo haré.

La joven lo estudió en silencio. Sabía que él estaba siendo terco, persistente… y que tarde o temprano la acorralaría. Negarse una y otra vez no parecía estar funcionando.

Suspiró.

—Está bien. Mañana por la mañana, antes de mi turno. En la plaza que está cerca del lago. Pero con una condición: después de eso, se irá y no volverá.

Los ojos del alfa brillaron con un destello de satisfacción apenas contenido.

—Bien… entonces es una cita.

Emili sintió el calor subirle a las mejillas. ¿Cita? Aquella palabra la descolocó. No era un tono de burla, tampoco de juego. Sonaba demasiado serio, demasiado seguro.

—No es una cita —recalcó ella, bajando la voz con firmeza—. Es solo una conversación.

Él sonrió, ladeando la boca de esa manera peligrosa que lo hacía parecer aún más seguro de sí mismo.

—Llámalo como quieras. Mañana te veré en la plaza.

Ella asintió, más por terminar el tema que por convicción. Con el corazón latiendo con fuerza, anotó su pedido en el bloc y se alejó tan rápido como le fue posible.

Cuando regresó minutos después con su plato, evitó cualquier cruce de palabras. El hombre comió con tranquilidad, pagó la cuenta, dejó otra propina generosa y se levantó.

Antes de salir, sin embargo, inclinó apenas la cabeza hacia ella en un gesto respetuoso.

Emili lo siguió con la mirada hasta que la campanilla de la puerta volvió a sonar, sellando su partida. Solo entonces se permitió soltar el aire contenido en sus pulmones.

Mañana. Había prometido mañana. Y aunque todo en su interior le gritaba que huyera antes de enfrentar esa conversación, sabía que ya no podía seguir evadiéndolo.

El alfa no se marcharía hasta que ella lo enfrentara.

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