La mañana de la partida amaneció inquieta, con un aire de expectación que recorría cada rincón de Estrella Plateada. Diana terminó de ajustar su capa plateada frente al espejo mientras sentía la mirada de Viktor detrás de ella, silenciosa, firme, cargada de un orgullo que no intentaba ocultar. No eran nervios lo que sentía… era una mezcla nueva, una mezcla extraña entre calma y fuego.
Había llegado como una extranjera…
y ahora se iba como su luna.
Al salir, toda la manada la esperaba reunida en la gran explanada. Guerreros, betas, omegas, familias enteras… todos querían verla partir. No porque se alejara, sino porque representaba algo más grande: el vínculo de dos manadas, el futuro que se uniría en la arena.
La madre-luna fue la primera en acercarse. Le tomó las manos entre las suyas, cálidas y arrugadas, llenas de años y sabiduría.
—Recuerda quién eres, niña —dijo—. No solo representas a tu manada de origen… representas a la nuestra también. Aquí —tocó su pecho— ya tienes hogar.
Dia