—Señora González, los estudios confirman que padece cáncer de páncreas en fase terminal.. Si suspende el tratamiento, quizá le quede menos de un mes. ¿De verdad está dispuesta a renunciar? ¿Su esposo, el señor González, también lo acepta? —Sí… él también estará de acuerdo. Colgué la llamada del médico y recorrí con la mirada la casa vacía; una amargura espesa me llenó el pecho. Pensaba que era solo aquel viejo dolor de estómago… y resultó ser cáncer. Suspiré y miré la foto sobre la mesa: Ernesto González, con dieciocho años, me observaba con devoción. Aún recordaba aquel día en que los copos de nieve se asentaron en nuestro cabello y él, sonriendo, preguntó si eso ya contaba como envejecer juntos hasta las canas.
Leer másDe pronto llegó el aniversario de bodas.Ernesto volvió a casa con el pastel que había encargado… y la casa estaba vacía.Buscó en cada cuarto; no encontró a Teodora. El pánico por la pérdida le subió a la garganta. Estaba por llamar a la policía cuando oyó el estallido de un plato en la cocina.Corrió. Teodora lo miraba con los ojos enrojecidos.—Amor, tengo cáncer.Ernesto ni alcanzó a responder. De golpe, el entorno se oscureció y Teodora reapareció desde otro ángulo, huesuda, afilada, con la mirada helada.—¿Te parece divertido seguir engañándote, Ernesto?Un zumbido le taladró la cabeza. Ella dejó caer lágrimas.—Lo siento, esta vez no te perdono.—Porque, de verdad, ya no te amo.El piso se fue como un ascensor sin cables; Ernesto estiró la mano para alcanzarla y la vio alejarse más y más. La angustia lo rodeó. Forcejeó con la nada… y abrió los ojos.Solo quedaban el cielo, la lápida y los árboles.Todo había sido un sueño.Se tocó la cara: estaba empapada.Las palabras de Teodor
Se quedó allí hasta el atardecer.Para no volver a la casa vacía, esquivó a los vigilantes del panteón y, cuando cayó la noche, regresó a la lápida.La brisa fresca corría entre las tumbas; había un frío húmedo en el aire. Ernesto no tuvo miedo: ahí descansaba la mujer que pensaba día y noche.Se tendió junto a la piedra, la acarició con cuidado y una calma inédita lo fue envolviendo. Al compás del viento, se quedó profundamente dormido.Al abrir los ojos, estaba en su cama.La luz tibia del sol bañaba el cuarto; los muebles de siempre le decían que estaba en casa. ¿Cuándo había vuelto? Juraría que se había quedado en el panteón…Pasos afuera. La puerta se abrió.Y quien entró fue Teodora.“Teodora…”“¿No estaba muerta?”Ernesto la miró incrédulo. Ella sonrió y se sentó a su lado.—¿Qué, ya no me reconoces? Tienes cara de haber visto un fantasma.Él asintió y enseguida negó con la cabeza. Conversaron. Descubrió que Liliana no existía en su mundo: ni en su empresa ni en sus recuerdos. Y
En esos días, Ernesto intentó contactarla una y otra vez.Sofía sabía que quería ver a Teodora, y dijo que no.Lo que no imaginó fue que Ernesto terminaría usando a la policía para localizarla. Tantos años de amistad no le permitieron ser implacable; además, temía que él hiciera una locura.Al ver que la cosa no pasaba de un altercado, Sofía se dio la vuelta para irse.Entonces sonó un golpe seco: Ernesto se hincó. Bajó la cabeza, los hombros le temblaban.—Sofía… te lo ruego… por favor… llévame a verla.Nunca lo había visto tan humilde. Al final, el corazón se le ablandó.El día de la visita, Ernesto se puso traje: el que Teodora le regaló al graduarse. Compró un gran ramo de margaritas y pasó por la barbería a arreglarse.Fueron en silencio. Dos horas de camino hasta un lugar de árboles y agua clara.Frente al panteón, Ernesto se quedó inmóvil. Ese sitio ya lo conocía: había visto un folleto en la mesa de casa. Entonces creyó que era un truco para hacerlo volver.Ahora todo resultaba
—¿Ven? Les dije que no iba a aguantarse.—No es que sea un romántico; es que ninguna de sus mujeres le cuadra.—Cámbiale de sabor, Ernesto; ¿siempre del tipo de tu esposa? ¿No te aburres?—Y si te gustan las que se le parecen a la señora, te conseguimos varias…Las carcajadas rebotaron en el privado. A Ernesto la rabia le subió a la frente.Apartó de un empujón a la chica que tenía cerca y, de revés, la tomó del cuello contra la mesa. Sus dedos se fueron cerrando hasta ponerla roja. Ella pataleó intentando zafarse.—¡Ernesto, suéltala! ¡La vas a matar!Entre varios lo separaron. La muchacha, entre lágrimas, salió a gatas del cuarto.Ernesto recorrió a todos con la mirada helada.—Se los advierto: al primero que vuelva a faltarle el respeto a mi esposa, no lo perdono.—Y si alguien se atreve a usar esas bajezas otra vez, no me tiembla la mano.Los hombres se miraron sin saber qué decir.—Hombre, todo ese numerito por una vieja… —murmuró alguien.Ernesto ubicó la voz: el mismo borracho d
Tras resolver lo de Liliana, Ernesto se pidió una licencia larga.Incapaz de aceptar la ausencia de Teodora, se ahogó en alcohol.—Si hubiera sabido antes lo del cáncer…—Si no me hubiera dejado seducir por Liliana…—Si…En el privado del bar se servía trago tras trago, rabiando contra sí mismo. Ya ni recordaba cuántas noches llevaba sin dormir.En casa no quedaba el rastro de Teodora y no soportaba quedarse allí; la vieja casa, casi restaurada, tampoco era la misma.Intentó adormecer la nostalgia con botellas, pero mientras más bebía, más lúcido se sentía: ella ya no estaba.Se terminó otra botella y se levantó para llamar al barman. Apenas abrió la puerta chocó con un hombre.El otro frunció el ceño, listo para armar pleito, pero al reconocerlo cambió el gesto.—¡Señor González! ¡Cuánto tiempo! —era Francisco, un conocido de la vieja guardia.Francisco, al verlo solo, lo condujo a otro privado donde bebían varios empresarios de siempre.Al notarlo derrotado, le dieron palmaditas en e
De rodillas, Liliana se acercó a Ernesto.Le sujetó la muñeca con fuerza; suplicaba con los ojos anegados.Pero Ernesto ni se inmutó.Liliana sacó del bolsillo una hoja —parecía un resultado—, se la puso enfrente y gritó:—Señor González, de verdad sé que me equivoqué. Por el bebé… perdóneme.—¿No siempre quiso tener un hijo? Mire: ya viene en camino.—Esa familia de tres con la que usted soñaba… está por cumplirse…Ernesto soltó una risa helada. Le apretó la barbilla con tanta fuerza que le quedaron los dedos marcados, amoratados.—¿Quién dijo que esa familia la haría contigo?—En mi cabeza siempre ha estado Teodora. Solo ella.—Tú, para mí, no eres más que una herramienta.La soltó con frialdad. Liliana se vino abajo, deshecha.—Te lo advertí una y otra vez: recuerda tu lugar. Y aun así, a mis espaldas, lastimaste a mi esposa.—Vas a asumir las consecuencias.—En cuanto al bebé: su madre está muerta; no tiene razón de ser.Liliana lo miró aterrada. En los ojos de Ernesto ya no había
Último capítulo