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Cuando dejé de amarte

Cuando dejé de amarteES

Cuento corto · Cuentos Cortos
Selene Aranda  Completo
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Resumen
Índice

—Señora González, los estudios confirman que padece cáncer de páncreas en fase terminal.. Si suspende el tratamiento, quizá le quede menos de un mes. ¿De verdad está dispuesta a renunciar? ¿Su esposo, el señor González, también lo acepta? —Sí… él también estará de acuerdo. Colgué la llamada del médico y recorrí con la mirada la casa vacía; una amargura espesa me llenó el pecho. Pensaba que era solo aquel viejo dolor de estómago… y resultó ser cáncer. Suspiré y miré la foto sobre la mesa: Ernesto González, con dieciocho años, me observaba con devoción. Aún recordaba aquel día en que los copos de nieve se asentaron en nuestro cabello y él, sonriendo, preguntó si eso ya contaba como envejecer juntos hasta las canas.

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Capítulo 1

Capítulo 1

—Señora González, los estudios confirman que padece cáncer de páncreas en fase terminal. Si suspende el tratamiento, quizá le quede menos de un mes. ¿De verdad está dispuesta a renunciar? ¿Su esposo, el señor González, también lo acepta?

—Sí… él también estará de acuerdo.

Colgué la llamada del médico y recorrí con la mirada la casa vacía; una amargura espesa me llenó el pecho. Pensaba que era solo aquel viejo dolor de estómago… y resultó ser cáncer. Suspiré y miré la foto sobre la mesa: Ernesto González, con dieciocho años, me observaba con devoción. Aún recordaba aquel día en que los copos de nieve se asentaron en nuestro cabello y él, sonriendo, preguntó si eso ya contaba como envejecer juntos hasta las canas.

La dicha de antes me nubló los sentidos. Éramos amigos de infancia; empezamos a salir a los dieciocho. Tras graduarnos, compartimos un sótano diminuto: pasé hambre con él y lo vi levantar su empresa. Con el tiempo me compró una casa lujosa y un auto de agencia. Me encantaba arreglarme: las colecciones de temporada de las grandes marcas me llegaban a casa por paquetería. Viajar me fascinaba; él siempre encontraba cómo escaparse conmigo. En aniversarios y fiestas nunca faltaron sorpresas. Incluso cuando supimos que yo no podía quedar embarazada, él se echó la culpa. Todo el mundo decía que Ernesto me adoraba… y aun así, al séptimo año de matrimonio, levantó otro hogar para su secretaria, Liliana Barroso. Le regaló una casa en las afueras: su “nido de amor”. El hombre que antes volvía cada noche empezó a no aparecer; con Liliana se mostraba atento, conmigo gélido, frunciendo el ceño cada vez que me veía.

No quise pensar más; respiré hondo y recogí los vidrios rotos de la última discusión. Esa noche era nuestro aniversario: preparé la cena, él prometió llegar después de la chamba, pero apareció a las dos de la mañana… venía de acompañar a Liliana. Discutimos y soltó la frase que me destrozó:

—Teodora, necesito un hijo.

Me fui de la casa a las prisas, sin atreverme a escuchar lo que siguiera; él tampoco me siguió. Pasé una semana en la casa vieja hasta que el dolor de estómago me llevó al hospital. El polvo en el suelo me dijo que él tampoco había vuelto. Mientras limpiaba, el informe médico se me cayó del bolsillo. Lo levanté y me quedé inmóvil.

“¿Se lo digo? Si supiera que voy a morir, ¿le dolería?”

Se me humedecieron los ojos, y aun así me reí de mi ingenuidad: “el Ernesto de antes ya no existía; el de ahora solo soltaría un ‘te lo mereces’.”

Inspiré hondo y seguí limpiando. De pronto, la casa se iluminó: alguien encendió la luz. Entrecerré los ojos; Ernesto estaba en la puerta con un carmín evidente en la camisa. Arqueó la ceja:

—¿Ya terminaste tu berrinche?

No respondí y escondí el informe. El susto me hizo cortarme la mano; corrí a la cocina a enjuagarme.

—¿Ahora te lastimas? ¡Teodora, de veras estás malcriada!

Aunque ya no esperaba nada, me dolió. “El Ernesto de antes jamás me habría hablado así.” Él sabía que yo cargaba inseguridades: en cada pleito me bajaba el tono con paciencia, me abrazaba hasta que se me pasara. A veces yo hacía mis berrinches y me salía de casa; él no se encendía nunca: me encontraba en la terminal, en casa de mi tía o en el parque, como si tuviera un radar para mí. Cuando le pregunté por qué no se enojaba, me respondió, riendo bajito: “Quiero consentirte tanto que nunca puedas dejarme.” Eso siempre fue así… hasta que apareció Liliana.

Cerré la llave y me vendé sola. Ernesto suavizó la voz:

—Cariño, no exageres. Lo de ella es un juego. Muchos hacen lo mismo y sus matrimonios siguen bien, ¿no? Cuando se embarace y tenga al bebé, la voy a mandar al extranjero…

Antes de terminar, su teléfono sonó. Caminó a la sala.

—Señor González, ¿dónde está? Tengo miedo, vuelva pronto… —la voz melosa de Liliana desbordó el auricular.

Él la consoló con ternura, como si sostuviera algo frágil y precioso. Guardé silencio; cuando terminé de vendarme, recogí los platos que llevaban días en la mesa. Ernesto colgó y salió sin voltear.

—Ernesto.

—¿Qué pasa ahora? Liliana tiene fiebre; debo ir con ella. No hagas un drama.

—Divorcémonos.

—¿Teodora, qué locura es esta? Primero te lastimas, luego hablas de divorcio. ¿Qué sigue, morirte?

“¿Y si de verdad estuviera a punto de morir?” Lo susurré, pero él ya había cerrado la puerta. La casa quedó en silencio tras el portazo. Un dolor agudo me dobló; busqué analgésicos y me los tragué. “¡Cómo dolía!” Quise decirle que de verdad me estaba muriendo. Marqué con la mano temblorosa, pero la línea entró como ocupada: me había bloqueado.

Solté una risa hueca y miré el calendario:

—Ernesto… hoy es el primer día en que me despido de ti.

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