De pronto llegó el aniversario de bodas.
Ernesto volvió a casa con el pastel que había encargado… y la casa estaba vacía.
Buscó en cada cuarto; no encontró a Teodora. El pánico por la pérdida le subió a la garganta. Estaba por llamar a la policía cuando oyó el estallido de un plato en la cocina.
Corrió. Teodora lo miraba con los ojos enrojecidos.
—Amor, tengo cáncer.
Ernesto ni alcanzó a responder. De golpe, el entorno se oscureció y Teodora reapareció desde otro ángulo, huesuda, afilada, con la mirada helada.
—¿Te parece divertido seguir engañándote, Ernesto?
Un zumbido le taladró la cabeza. Ella dejó caer lágrimas.
—Lo siento, esta vez no te perdono.
—Porque, de verdad, ya no te amo.
El piso se fue como un ascensor sin cables; Ernesto estiró la mano para alcanzarla y la vio alejarse más y más. La angustia lo rodeó. Forcejeó con la nada… y abrió los ojos.
Solo quedaban el cielo, la lápida y los árboles.
Todo había sido un sueño.
Se tocó la cara: estaba empapada.
Las palabras de Teodor