Ernesto apretó a Liliana contra su pecho; abrí la boca, pero no conseguí emitir un solo sonido. Las lágrimas me nublaron la vista y entendí, por fin, que aquel hombre ya no podía confundirse con el chico de dieciocho años que me juró amor eterno.Sin mirarme siquiera, se alejó con ella.—Ernesto, si estuviera a punto de morir… ¿seguirías tratándome así?Él no volteó.—Si morirte sirve para que, por fin, te calles, entonces muérete.Las piernas me fallaron y me desplomé en el piso. “Claro”, pensé: “eso es lo que él desea, que me borre de su vida.”Desde ese día, Ernesto no regresó a casa. Yo tampoco lo esperé: redacté un inventario y organicé mi despedida. Me tomé la foto para la esquela y compré mi último atuendo.Pasaron unos días; el estudio fotográfico me avisó que podía recoger las imágenes. Al salir, en la esquina, me topé con Ernesto y Liliana.—¿Tú aquí? ¿Me andas siguiendo? —soltó él.El dolor en el vientre arreciaba; solo quería irme.—Señor González, parece que la señora vino
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