Sofía se marchó y Ernesto no supo cuánto tiempo permaneció en la funeraria.
Guardó el celular de forma mecánica y vagó sin rumbo por la ciudad, hasta que de pronto se encontró frente a la vieja casa.
Alzó la vista: las ventanas, antes relucientes, lucían despintadas y astilladas.
Recordó a Teodora esperándolo en el balcón, al anochecer, contando los minutos para abrazarlo.
Ahora, ella ya no aparecería jamás.
Subió las escaleras. Dentro, los albañiles trabajaban entre polvo y escombros; la vida que allí compartieron se había borrado casi por completo.
En un rincón, revueltos con basura, quedaban un par de lámparas favoritas de Teodora, muebles que eligieron juntos y la vajilla en la que brindaron tantos sueños.
El corazón se le estrujó al descubrir una acuarela manchada de lodo: su regalo de cumpleaños número dieciocho.
Bajo una nevada, dos siluetas abrazadas.
Le dio la vuelta; en la esquina, con letra delicada, leía:
“Ojalá podamos envejecer así, de la mano.”
Pasó una y otra vez los de