Tras resolver lo de Liliana, Ernesto se pidió una licencia larga.
Incapaz de aceptar la ausencia de Teodora, se ahogó en alcohol.
—Si hubiera sabido antes lo del cáncer…
—Si no me hubiera dejado seducir por Liliana…
—Si…
En el privado del bar se servía trago tras trago, rabiando contra sí mismo. Ya ni recordaba cuántas noches llevaba sin dormir.
En casa no quedaba el rastro de Teodora y no soportaba quedarse allí; la vieja casa, casi restaurada, tampoco era la misma.
Intentó adormecer la nostalgia con botellas, pero mientras más bebía, más lúcido se sentía: ella ya no estaba.
Se terminó otra botella y se levantó para llamar al barman. Apenas abrió la puerta chocó con un hombre.
El otro frunció el ceño, listo para armar pleito, pero al reconocerlo cambió el gesto.
—¡Señor González! ¡Cuánto tiempo! —era Francisco, un conocido de la vieja guardia.
Francisco, al verlo solo, lo condujo a otro privado donde bebían varios empresarios de siempre.
Al notarlo derrotado, le dieron palmaditas en e