Capítulo 4
Con los días mi cuerpo se fue apagando. Dormía horas y horas; los espasmos aparecían cada vez con más furia.

Sofía insistía en llevarme a su departamento, pero yo me negaba: lo único que deseaba era quedarme a solas y deslizarme en silencio hacia el final.

Liliana, en cambio, no pensaba soltarme.

Me enviaba mensajes sin parar: fotos de sus viajes con Ernesto, selfies abrazados en hoteles de lujo, e incluso retratos de él durmiendo.

Observaba aquellas postales y no sentía ni un temblor en el pecho… hasta que una imagen distinta llegó a mi pantalla.

Era nuestra antigua casa, la primera que compramos cuando salimos del sótano. Antes de que pudiera preguntar, otro mensaje llegó:

“Un regalito.”

Se me heló la sangre. Marqué a Ernesto; nadie respondió. Con el alma en vilo tomé un taxi hacia la vieja vivienda: la morada donde vimos crecer la empresa y pasamos noches dulcísimas. Nunca quise venderla; era nuestro santuario… bueno, mi santuario, porque él ya ni la recordaba.

Al llegar encontré la puerta abierta de par en par. Obreros entraban y salían cargando escombros; adentro todo era polvo y paredes destruidas.

Grité que se detuvieran, pero me ignoraron. Desesperada llamé a Ernesto una y otra vez. Tras una docena de intentos contestó, impasible:

—Sí, la estamos remodelando.

—A Liliana le gustó la zona.

Llegó casi a la una de la madrugada, cuando los trabajadores ya se habían marchado. Llevaba cinco horas esperándolo, pero eso ya no importaba.

—¿Por qué la remodelación? ¡Sabes lo que significa este lugar para mí! —temblé de rabia.

Él conocía cada recuerdo, cada noche en la que yo volvía acá para recomponerme tras nuestras peleas… y aun así, lo tiraba todo por el capricho de “ella”.

No respondió; el click clack de unos tacones sonó detrás de él. Era Liliana.

—Señora González, no se enoje con el señor —susurró con falsa timidez—. La empresa anda a tope y quería rentar un lugar cerquita. Ernesto dijo que tenía uno; algo viejito, pero con una manita de gato quedaría lindo.

—No imaginé que fuera valioso para usted. Si quiere, detengo la obra y lo dejamos tal cual.

Entró al vestíbulo, fingiendo sorpresa ante los muros demolidos; una sonrisita le vibró en los labios. Lo había hecho adrede.

Apreté los puños. Ernesto se interpuso:

—¿Vas a pegarle? ¡Es solo una casa vieja!

—¿Casa vieja? ¿También yo soy chatarra para ti? —escupí.

Él cobijó a Liliana tras su espalda.

—Ella tiene asuntos serios. No armes drama. Si te gusta el rumbo, te compro otra.

—No quiero otra —dije con los ojos encendidos—. Quiero esta.

Frunció el ceño.

—Teodora, deja de ser irracional.

—No la regañes, fue culpa mía —intervino Liliana, apretándole la mano—. Mira, te pago lo que pidas…

—¿Pagar? —exploté—. ¡Este es mi hogar! ¡Lárgate!

La empujé; trastabilló y se golpeó la mano contra la pared, rasgándose la piel.

Gimió bajito; Ernesto se lanzó a socorrerla.

—¡Estás cada vez más loca! —rugió—. ¿Quieres la casa? ¡Pues olvídalo! ¡La compré yo y la uso como me dé la gana! ¡Y no olvides quién te mantiene ahora!
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