—¿Ahora sí se murió de veras? —Ernesto soltó una risita burlona; la voz le sonó casi juguetona.
Jamás pensó que Teodora se atreviera a confabular con Sofía para engañarlo… ¿solo por aquella casa vieja?
Frunció el ceño y tecleó la dirección de Sofía en el GPS del tablero.
—Ya basta, dejen el teatro —masculló al teléfono—. Sé que está contigo. Quiere divorcio, lo acepto; pásamela.
Recordó sus rabietas recientes y decidió que firmaría en cuanto la viera: quería observar cómo sobreviviría sin él.
—¡Malnacido, eres un malnacido! —bramó Sofía al auricular.
Una nube oscura le cruzó los ojos.
—¡Teodora está muerta! ¡Muerta de verdad!
Ven ya; para cremarla se necesita la firma del familiar directo… solo tú puedes.
Sofía dictó una dirección y colgó. Ernesto sintió un latigazo en el pecho y miró la puerta, como si ella fuera a entrar de un segundo a otro.
—Teodora… —susurró; el pánico le creció por dentro.
“¿Muerta?”, se repetía. “No, imposible.”
Buscó el número de su asistente con dedos tembloro