Capítulo 8
—¡No, imposible… ¡im-po-si-ble! —Ernesto retrocedió tambaleante, pero al instante dio un paso al frente y arrancó la sábana con frenesí.

El grito ahogado de los presentes llenó la sala.

—No es ella… —balbuceó—. No, no es ella. Entonces, ¿dónde está?

Casi fuera de sí, sus ojos recorrieron el recinto hasta dar con el letrero “Depósito de cadáveres”. Echó a correr.

—¿Familiar de quién? —lo detuvo el empleado—. Para pasar hay que registrarse.

Ernesto se humedeció los labios resecos; la voz apenas le salió.

—Teodora González.

El encargado buscó en la lista mientras él sentía el corazón apretarse como un puño. Que no esté, que no esté… se repetía en silencio.

Pero el hombre asintió con gravedad y lo condujo al fondo, a un rincón helado.

Allí, Teodora yacía sobre una plancha metálica, la piel amoratada, los pómulos sobresalientes y las mejillas hundidas. Bajo la sábana, se adivinaban costillas marcadas.

“¿Cuándo adelgazó tanto?” —pensó—. “¿Cómo no lo vi…?”

Apretó los puños, verificó el nombre
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