Ernesto no abrió el paquete hasta el día siguiente.
La tarde anterior lo había recibido, le echó un vistazo al remitente y lo aventó sobre el buró.
No lo recordó hasta que, a la mañana siguiente, Liliana se lo mencionó.
Cuando descubrió que contenía un convenio de divorcio, pensó que Teodora había llevado su berrinche al máximo.
—¿Divorcio? —musitó Liliana con inocencia fingida—. La señora sigue molesta por la casa vieja, ¿verdad? Usted ya le explicó que me mudaba ahí por trabajo y aun así no lo acepta. Si quiere, Ernesto, mejor no me cambio.
Aquellas palabras le encendieron la vena.
—¿Y por qué no te mudarías? Esta vez voy a darle una lección. Llama a la cuadrilla y que aceleren la obra.
Liliana bajó la mirada para ocultar su sonrisa triunfal y salió del cuarto en silencio.
Mientras más escándalo haga Teodora, mejor, pensó.
Ernesto arrojó el documento sobre la mesa y marcó el número de su esposa; nadie contestó.
Tras varios intentos, decidió presentarse en casa: tenía curiosidad por saber hasta dónde pensaba llegar ella. Si seguía con la idea del divorcio, pues que así fuera.
Condujo de regreso, pero halló la casa vacía y con menos muebles de lo habitual. Gritó el nombre de Teodora; nadie respondió.
Subió al dormitorio: el vestidor, antes abarrotado, estaba desierto.
Los regalos que él le compró —que ella juró exhibir siempre en primera fila— habían desaparecido. Sintió un hueco extraño en el estómago.
Lo único que quedaba era un cuaderno viejo sobre el escritorio; las esquinas de las hojas, amarillentas y dobladas.
Intrigado, lo abrió. En la primera página aparecían sus dos nombres unidos por un corazoncito, la manía favorita de Teodora cuando tenía dieciocho.
Recordó cómo ella escribía diario cada noche. Él, curioso, le pedía leerlo y ella se negaba; así que, mientras ella dormía, él robaba el “tesoro”, lo leía y lo devolvía antes del amanecer.
Aquellas páginas hablaban solo de él.
Después, cuando la empresa despegó, dejó de husmear: el trabajo lo consumía. Alguna vez la vio escribir otra vez, pero con el tiempo perdió la pista.
Pasó las hojas sin mucho interés hasta llegar al final. Solo encontró una frase:
“Ernesto, adiós.”
Sintió cómo la ira le subía por el pecho. Lanzó el cuaderno al cesto de basura y salió rumbo a la puerta.
—¡Otra vez se escapa! —gruñó—. ¿Cree que con estas payasadas me va a asustar? ¡Ridículo!
Buscó su número para bloquearla de nuevo, pero en ese momento entró la llamada. Sonrió con desdén y contestó:
—¿Qué pasó? ¿Se acabó la escapadita en un día?
Del otro lado hubo un silencio largo. Al fin, una voz entrecortada:
—Habla Sofía… Ven a la funeraria.
—Teodora… murió.