Se quedó allí hasta el atardecer.
Para no volver a la casa vacía, esquivó a los vigilantes del panteón y, cuando cayó la noche, regresó a la lápida.
La brisa fresca corría entre las tumbas; había un frío húmedo en el aire. Ernesto no tuvo miedo: ahí descansaba la mujer que pensaba día y noche.
Se tendió junto a la piedra, la acarició con cuidado y una calma inédita lo fue envolviendo. Al compás del viento, se quedó profundamente dormido.
Al abrir los ojos, estaba en su cama.
La luz tibia del sol bañaba el cuarto; los muebles de siempre le decían que estaba en casa. ¿Cuándo había vuelto? Juraría que se había quedado en el panteón…
Pasos afuera. La puerta se abrió.
Y quien entró fue Teodora.
“Teodora…”
“¿No estaba muerta?”
Ernesto la miró incrédulo. Ella sonrió y se sentó a su lado.
—¿Qué, ya no me reconoces? Tienes cara de haber visto un fantasma.
Él asintió y enseguida negó con la cabeza. Conversaron. Descubrió que Liliana no existía en su mundo: ni en su empresa ni en sus recuerdos. Y