En esos días, Ernesto intentó contactarla una y otra vez.
Sofía sabía que quería ver a Teodora, y dijo que no.
Lo que no imaginó fue que Ernesto terminaría usando a la policía para localizarla. Tantos años de amistad no le permitieron ser implacable; además, temía que él hiciera una locura.
Al ver que la cosa no pasaba de un altercado, Sofía se dio la vuelta para irse.
Entonces sonó un golpe seco: Ernesto se hincó. Bajó la cabeza, los hombros le temblaban.
—Sofía… te lo ruego… por favor… llévame a verla.
Nunca lo había visto tan humilde. Al final, el corazón se le ablandó.
El día de la visita, Ernesto se puso traje: el que Teodora le regaló al graduarse. Compró un gran ramo de margaritas y pasó por la barbería a arreglarse.
Fueron en silencio. Dos horas de camino hasta un lugar de árboles y agua clara.
Frente al panteón, Ernesto se quedó inmóvil. Ese sitio ya lo conocía: había visto un folleto en la mesa de casa. Entonces creyó que era un truco para hacerlo volver.
Ahora todo resultaba