De rodillas, Liliana se acercó a Ernesto.
Le sujetó la muñeca con fuerza; suplicaba con los ojos anegados.
Pero Ernesto ni se inmutó.
Liliana sacó del bolsillo una hoja —parecía un resultado—, se la puso enfrente y gritó:
—Señor González, de verdad sé que me equivoqué. Por el bebé… perdóneme.
—¿No siempre quiso tener un hijo? Mire: ya viene en camino.
—Esa familia de tres con la que usted soñaba… está por cumplirse…
Ernesto soltó una risa helada. Le apretó la barbilla con tanta fuerza que le quedaron los dedos marcados, amoratados.
—¿Quién dijo que esa familia la haría contigo?
—En mi cabeza siempre ha estado Teodora. Solo ella.
—Tú, para mí, no eres más que una herramienta.
La soltó con frialdad. Liliana se vino abajo, deshecha.
—Te lo advertí una y otra vez: recuerda tu lugar. Y aun así, a mis espaldas, lastimaste a mi esposa.
—Vas a asumir las consecuencias.
—En cuanto al bebé: su madre está muerta; no tiene razón de ser.
Liliana lo miró aterrada. En los ojos de Ernesto ya no había