Ernesto jaló a Liliana y se marchó.
Yo me quedé apoyada en el marco, sin aire. El celular vibró: mensaje de ella.
“Gané.”
“Prepárate, voy a quitarte todo, pieza por pieza.”
Apagué la pantalla y entré en la vieja casa.
Se habían llevado todos los muebles. El piso, golpeado y disparejo. En la esquina del balcón descansaban varios botes de pintura para paredes, sin abrir: el rosa que le encanta a Liliana.
Vacío. No quedaba nada.
Mi rincón favorito, el ventanal con banca de mi dormitorio, estaba hecho añicos; mi mantel floreado preferido, tirado entre la basura; y las cortinas que Ernesto y yo elegimos con tanto cuidado yacían solas en el contenedor de la planta baja.
A nadie le importaba.
Di vueltas por la habitación, una y otra vez, hasta aceptar la realidad. Desde la puerta le lancé una última mirada a lo que alguna vez fue mi casa y me fui sin mirar atrás.
Me detuve en la puerta, lo miré por última vez y no volví la vista atrás.
De regreso en la mansión recordé la amenaza de Liliana.
Llamé a la empresa de reventa y, sin pensarlo dos veces, me deshice de cada mueble al que ella hubiera puesto el ojo.
Era mi recta final; no permitiría que nada me contaminara.
Cuando los camiones se fueron ya era de madrugada.
Empapada en sudor, me tumbé sobre la alfombra y sentí una ligereza desconocida.
Las hojas del calendario se adelgazaban día a día y mi mente, paradójicamente, se serenaba.
A medida que aumentaban los analgésicos, disminuían los momentos de lucidez… hasta que, inesperadamente, desperté una mañana llena de energía.
Mandé llamar al mensajero y le entregué dos sobres.
El primero, para Sofía: instrucciones póstumas y el inventario completo de mis bienes.
El segundo, para Ernesto: un convenio de divorcio ya firmado por mí.
Ni muerta pensaba seguir atada a él; no hacía falta discusión: sabía que estamparía su rúbrica sin pestañear.
Con todo resuelto, me senté en el jardín a tomar el sol. El cielo lucía tan limpio que me animó a ponerme un poco de labial.
Buscando la barra en el tocador tropecé con un cuaderno polvoso: mi viejo diario.
Lo abrí. Ahí estaba nuestra historia: el flechazo adolescente, su tímida declaración, la universidad color de miel, los días de emprendimiento, la expansión de la empresa… páginas y páginas llenas de letra apretada.
Pero, al avanzar, las entradas se hacían breves, hasta que la última rezaba: “Hoy tampoco volvió”. La fecha era de varios años atrás. Desde entonces dejé de escribir… y de esperar.
Me senté al escritorio, dudé un instante y volví a empuñar la pluma.
Cuando terminé, el atardecer pintaba el cuarto de naranja.
El vientre volvió a protestar; tragué mis pastillas con la habilidad de la costumbre y me recosté en la alfombra.
El dolor cedió y empecé a flotar. Entre sombras vi aparecer al Ernesto de dieciocho: corría hacia mí bajo una nevada densa, la nariz roja, la sonrisa tan brillante como entonces.
Extendió la mano; sus ojos resplandecían.
Sonreí, posé mi palma sobre la suya y eché a correr con él, perdiéndonos juntos en la blancura infinita.