Dante Fabbiani, el despiadado jefe de la mafia siciliana, asumió el poder después de la muerte de su padre. Su mundo es violento, implacable y gobernado por na ley que él mismo escribe. Cuando Francesco Mancini, su antiguo mentor y mano derecha de su padre, pone en peligro a toda la organización, Dante exige un pago que no puede ser medido en dinero. La deuda se salda con carne y sangre: Livia Mancini, la hija de Francesco, deberá casarse con Dante. Educada en un convento, ajena al mundo criminal, Livia es obligada a convertirse en la esposa de un hombre que encarna todo lo que le enseñaron a temer. Pero Dante no es solo un jefe temido... bajo su coraza de acero hay un hombre marcado por la pérdida, la venganza y un secreto que solo él conoce. Lo perdonará Livia después de conocer tal secreto.
Ler maisLa capilla era pequeña, de piedra envejecida y vitrales rotos que dejaban entrar una luz pálida, casi sagrada. Olía a incienso viejo y a humedad. No había música. No había flores. No había felicidad.
Solo silencio.
Y miedo.
Livia mantenía las manos unidad frente a su vientre, apretándolas con fuerza. Su vestido blanco era sencillo, casi humilde, y caía sobre sus pies como una sábana de tela rígida. Las mangas le cubrían los brazos, pero no podía evitar temblar. No sabía si era por el frío del templo o por la figura oscura que se erguía a su lado.
Dante Fabbiani.
El hombre que, hasta hace apenas tres días se había enterado de que estaban comprometidos. Su padre, había ido hasta el convento con la terrible noticia. Si no es porque estaba cerca, Livia habría caído al piso, entre lágrimas le rogó a su padre que no permitiera esa locura. Ya conocía a Dante, sabía de su fama, frío como el hielo, despiadado y tan cerrado como una caja fuerte con una contraseña que nadie sabía.
Y ahora... su esposo.
El sacerdote carraspeó con incomodidad, aunque ya estaba acostumbrado a esa situación. Había visto pasar jovencitas más joven que Livia, obligadas a contraer matrimonios con hombres poderosos que le doblaban la edad y tamaño. Sabía que aquello no era un matrimonio por amor, aun así, se sorprendió de que Livia no llorara como las otras. Frente a Dios, dos almas se unían... aunque solo una de ellas parecía tener alma.
—Livia Mancini —dijo el sacerdote, rompiendo el silencio como un cuchillo que corta carne viva—. ¿Aceptas a Dante Fabbiani como tu legítimo esposo?
Ella tragó saliva. Se le secó la garganta.
Los ojos de Dante se posaron sobre ella. Oscuros como la noche. Inalterables. Esperando.
—Y-yo... —balbuceó, sintiendo el temblor de sus rodillas amenazar con derrumbarla—. Sí... acepto.
Su voz fue un susurro que casi no se escuchó. Pero fue suficiente.
—Repite después de mí —ordenó el sacerdote—: Prometo amarte, respetarte y honrarte todos los días de mi vida...
Livia titubeó. Las palabras no le salían. Sintió que todos la observaban: los hombres de Dante al fondo de la capilla, su padre con la cabeza gacha, su madre que no dejaba de mirarla con aprehensión, y la mismísima oscuridad vestida de traje a su lado.
—P-prometo amarte... —repitió, torpemente, con la voz quebrada—, respetarte y ...honrarte todos los días... de mi vida...
El silencio volvió. El sacerdote giró hacia Dante.
—¿Aceptas a Livia como tu esposa?
Dante no dudó.
—Sí.
Fue una sola palabra, firme, como un disparo.
—Puedes besar a la novia.
Livia abrió los ojos con sorpresa, apenas un segundo antes de que Dante tomara su barbilla con firmeza. No con ternura, no con deseo. Sino con posesión. Su boca rozó la de ella, suave al principio, pero fría, sin emoción. Un beso de poder, no de amor. Un beso que sellaba un trato, no una unión sagrada. Y en ese instante, Livia supo que su vida ya no le pertenecía.
Los pasos resonaban en el pasillo de la capilla. Livia avanzaba en silencio, rodeada por sombras. Aún sentía el calor seco de los labios de Dante sobre los suyos, aunque el beso había sido frío como un bloque de hielo. Él había desaparecido tras la ceremonia, sin decir una palabra más.
Una mano la tomó del brazo.
—Livia.
Reconoció esa voz al instante. Su madre.
Vestía de oscuro. En su rostro no había alegría. Solo una mezcla amarga de resignación y temor. Gissel no se contentó cuando su hija tomó la decisión de entrar a un convento, quería que su hija formara una familia, que se casara por amor, así como ella había tenido la suerte de encontrar al amor de su vida, aunque su familia la repudiara por haber quedado embarazada de ella antes de casarse.
Livia la miró buscando consuelo. No encontró ninguno.
—Mamá...
La mujer sujetó su rostro con ambas manos, firme, aunque con los ojos enrojecidos.
—Escúchame bien, Livia —dijo en voz baja, casi un susurro—. Lo que ha pasado hoy... es lo único que mantiene con vida a tu padre, a ti y a mí.
Livia sintió que algo se rompía dentro. Quiso hablar, hacerle preguntas a su madre, gritar tal vez. Pero no pudo.
—No quiero que lo olvides —continuó su madre, clavando los ojos en los suyos—. Debes obedecerle. Debes comportarte. No lo desafíes, no lo provoques. Este matrimonio no es un cuento de hadas. Es un escudo, si fallas… ese escudo caerá. Y Dante no perdona.
Livia respiró hondo. Tenía los ojos llenos de lágrimas, pero no las dejó caer. Sabía que su madre no lo haría. Y ella debía aprender a hacer lo mismo.
—¿Y si no puedo, mamá?
—Podrás. No tienes elección —respondió, con voz dura—Recuerda quien es él.
Gissel le acomodó un mechón de cabellos detrás de la oreja a su hija con ternura. Después, se marchó.
—Livia.
Ella se giró lentamente. Él estaba ahí, firme en el umbral de la puerta lateral de la capilla, con su traje negro impecable y la expresión impenetrable. Su mirada no dejaba lugar a duda: no estaba ahí para preguntarle si quería irse. Estaba ahí para llevársela.
—Tenemos que irnos —dijo tomándola de la mano.
—Tengo que ir por mis cosas.
Dante se detuvo, por un segundo. Giró la cabeza apenas lo suficiente para mirarla por encima del hombro, con una ceja alzada.
—No necesitas nada —dijo con frialdad. — En tu nuevo hogar tienes ropa nueva.
Livia sintió que el aire se le escapaba de los pulmones. Quiso replicar, pero recordó las palabras de su madre.
—Vamos —añadió Dante, sin suavizar el tono —No me gusta repetir las cosas.
Con un nudo en la garganta, bajó la cabeza y lo siguió.
Afuera, un coche negro los esperaba con las puertas abiertas. Y más allá de ese coche, la vida que Livia conocía, desaparecía sin remedio.
El cielo de la costa brillaba con una intensidad dorada cuando el jet privado aterrizó en el pequeño aeródromo del sur. Afuera, el aire olía a sal, a olivares cercanos y a tierra caliente. Un chófer los esperaba con dos camionetas negras, que los llevaron por un camino bordeado de cipreses, mientras el sol comenzaba a bajar lentamente hacia el horizonte.La villa estaba ubicada sobre una colina con vista directa al mar Tirreno. Era una casa antigua, restaurada con buen gusto: paredes de piedra clara, ventanas con postigos de madera y una terraza que abrazaba toda la fachada con vistas al mar infinito. Flores silvestres brotaban entre las paredes, y el sonido de las olas se colaba como una música de fondo constante.—Dios mío —susurró Livia cuando bajó del auto—. Esto parece un sueño.Dante bajó a su lado y la miró de perfil. El viento le despeinaba suavemente el cabello y el sol pintaba su piel de oro tenue. No dijo nada, pero se permitió observarla un poco más de la cuenta.—Espero q
La lluvia comenzaba a caer con lentitud sobre la zona portuaria, apagando los restos de polvo y fuego que aún flotaban en el aire. Las luces de las camionetas de los hombres de Dante iluminaban el exterior del galpón como un faro de justicia violenta.En el silencio, entre dos contenedores abandonados, unos ojos observaban.Luca.Empapado, con la ropa rasgada y un vendaje sucio apretando su costado herido, se mantenía agazapado entre las sombras. Su pecho subía y bajaba con dificultad. Había visto todo: el disparo, la caída de Marcello, la forma en que Dante entró sin miedo a recuperar lo que era suyo.Y cómo Livia… corrió hacia él.No por obligación. No por miedo. Por voluntad.Luca apretó la mandíbula, sus ojos ardían como brasas mojadas.—Te eligió… —murmuró con rencor, viendo cómo Dante alzaba a Livia en brazos para llevarla a la camioneta—. Eligió al hombre que la encerró, que la marcó… en lugar del que intentó salvarla.Desvió la mirada, sintiendo una punzada en el pecho.—Pero
El galpón seguía igual de frío que la noche anterior. La luz entraba por una rendija del techo, dejando líneas delgadas de sol que atravesaban el polvo suspendido en el aire. Livia, sentada sobre el colchón, se frotaba las mismas muñecas adorables. Luca se acercó con una taza de agua, su rostro demacrado, pero sus ojos llenos de intensidad.—Toma —le ofreció sin mirarla del todo.Livia accedió con cautela.— ¿Marcello no está?—Salió a “verificar que todo esté en orden”, como dice siempre —resopló Luca—. En realidad, quiere asegurarse de que el infierno no se nos venga encima antes de tiempo.Livia bebió lentamente. El silencio pesaba.Luca finalmente habló:—No puedo creer que sigas defendiendo a ese cabrón.Ella alzó la mirada.— ¿A quién?—Un Dante. ¿O a quién más? —respondió Luca con dureza—. ¡Te obligaste a casarte, Livia! Te arrancó del convento como si fueras un objeto que podía reclamar. No podíamos salir sin permiso. Te rodeó de hombres armados como si fueras una prisionera d
Las semanas pasaban y el rastro de Luca se volvía cada vez más tenue.Marcello había tocado puertas clandestinas, interrogado a viejos aliados, incluso arriesgado su puesto al colarse en clínicas ilegales, pero todo terminaba en callejones vacíos y respuestas esquivas. Livia, por su parte, hacía lo posible por mantener la fachada de esposa ejemplar, pero algo en sus ojos comenzaba a apagarse. Dante lo notaba.Esa noche, el comedor estaba en silencio.La mesa servida. La copa de vino al lado del plato vacío de Livia. El reloj marcaba las nueve y diez.Dante dejó los cubiertos sobre el plato con un leve tintineo y se levantó. Subió las escaleras en silencio, su sombra alargada por la luz tenue del pasillo. Al llegar a la habitación, encontró la puerta entreabierta.Livia estaba sentada en el borde de la cama, con la bata puesta, el cabello suelto y la mirada perdida en el ventanal.—No bajaste a cenar —dijo él, cruzando los brazos.—No tenía hambre —respondió sin mirarlo.Dante cerró la
Dante estaba en su oficina, revisando un informe financiero cuando Nicolo, uno de sus hombres más antiguos, se acercó con cautela.—Jefe… la señora salió esta mañana con Sofía.Dante alzó la mirada lentamente, dejando el papel sobre el escritorio.— ¿Salió? ¿A dónde?—No lo sabemos. Salieron en el coche de ella. Sin escolta. Solo las dos. Uno de mis hombres las está siguiendo.Dante se quedó en silencio unos segundos, su mandíbula tensándose con cada palabra.—Síguelas. No las pierdas. Y no quiero que se den cuenta.—Entendido.Nicolo siguió el auto de Sofía con discreción. Mantuvo una distancia segura, confiando en su experiencia para pasar desapercibido. Cuando vio que entraban a un restaurante modesto en una zona tranquila, aparcó al otro lado de la calle y tomó el teléfono.—Jefe… están en un restaurante. Un sitio familiar, cerca del puerto.Dante estaba de pie en su despacho, con el rostro imperturbable.— ¿El lugar de Luca?—Sí.Silencio.Luego, con voz más baja y oscura:—Voy p
No había pasado ni un día desde la fiesta cuando Dante, aún con el eco de la sonrisa de Luca en su mente, dio una orden seca a uno de sus hombres de confianza:—Averigua todo sobre ese bastardo. El de la copa. El que se atrevió a hablar con mi esposa.Nicolo asintió sin dudar. En menos de doce horas, tenía un informe sobre "Leonardo D'Alba", supuesto empresario milanés. Sus documentos eran impecables, pero había algo que no cuadraba. Nadie en Milán lo conocía. Y en una red tan cerrada como la suya, eso era más que sospechoso.— ¿Dónde está ahora? —preguntó Dante con voz baja, mientras miraba la foto impresa en la carpeta.—En su apartamento del centro. Solo. ¿Quieres que lo vigilemos?Dante se puso de pie lentamente, sus ojos grises encendidos con furia.—No. Quiero que lo traigan aquí.Luca no lo vio venir.Iba saliendo de su edificio cuando un auto negro frenó junto a él. Antes de que pudiera reaccionar, una capucha negra le cubrió la cabeza y dos pares de manos lo arrastraron dentr
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