Las semanas pasaban y el rastro de Luca se volvía cada vez más tenue.
Marcello había tocado puertas clandestinas, interrogado a viejos aliados, incluso arriesgado su puesto al colarse en clínicas ilegales, pero todo terminaba en callejones vacíos y respuestas esquivas. Livia, por su parte, hacía lo posible por mantener la fachada de esposa ejemplar, pero algo en sus ojos comenzaba a apagarse. Dante lo notaba.
Esa noche, el comedor estaba en silencio.
La mesa servida. La copa de vino al lado del plato vacío de Livia. El reloj marcaba las nueve y diez.
Dante dejó los cubiertos sobre el plato con un leve tintineo y se levantó. Subió las escaleras en silencio, su sombra alargada por la luz tenue del pasillo. Al llegar a la habitación, encontró la puerta entreabierta.
Livia estaba sentada en el borde de la cama, con la bata puesta, el cabello suelto y la mirada perdida en el ventanal.
—No bajaste a cenar —dijo él, cruzando los brazos.
—No tenía hambre —respondió sin mirarlo.
Dante cerró la