Mundo ficciónIniciar sesiónCamila Duvalier pensó que su historia con Leonardo Montenegro había terminado… Hasta que él regresó, dispuesto a todo. Ahora, comprometida con un militar leal y atrapada entre secretos, misiones encubiertas y un amor que nunca murió, deberá tomar la decisión más difícil de su vida: Elegir ¿El hombre que la protege… o el que la hace arder? Esta vez, rendirse no es una opción.
Leer más**LEONARDO**
El cielo de Londres me recibe con ese gris tan suyo, un gris que no es solo color, sino promesa.
El concreto del aeropuerto vibra bajo mis pies. Hay prisas, maletas, anuncios por altavoz en varios idiomas. Gente que corre, se abraza, se despide. Pero todo me resulta ajeno. Desconectado. Como si flotara en medio de una escena que no me pertenece.
Camino con paso firme entre la multitud. No los escucho, no los veo. Mi mente solo pronuncia un nombre, una y otra vez, como un eco sordo que se ha vuelto mi única religión… Camila.
Han pasado meses desde la última vez que la vi. Fue en la boda de Andrea, su vestido borgoña. Su mirada cargada de orgullo y de algo más que no supe descifrar del todo. Tuvimos una discusión tonta, una más de las nuestras, como si lo nuestro solo supiera comunicarse en choques. Pero hubo algo en su forma de mirarme al final... algo que me perforó. Que se quedó conmigo. Como una maldita postal que no he podido dejar de mirar en mi memoria.
Desde entonces, el tiempo se convirtió en una especie de castigo voluntario. Ayudé a mi hermano a recoger los pedazos de lo que quedó de nuestro apellido. Me sumergí en planes, contratos, silencios. Pero cada noche, cuando todo el mundo dormía, yo seguía despierto, discutiendo con mi conciencia.
¿Cuándo vas a decirle la verdad? ¿Cuánto más vas a esperar?
La respuesta siempre era la misma: cuando mi hermano ya no me necesite.
Y hoy… lo tengo.
Me quito las gafas y dejo que el aire londinense golpee mi rostro como un bautizo.
—He llegado a Londres —murmuro, más para mí que para el mundo—. Y no vengo por negocios… Vengo por ella.
Mi asistente me espera en la salida del aeropuerto. Es puntual, como siempre. Sube mi equipaje al auto sin decir una palabra de más, y yo agradezco el silencio.
Mientras avanzamos por las calles londinenses, observo por la ventana como si pudiera encontrarla entre los reflejos de la ciudad.
El Rosewood sigue igual que la última vez que estuve aquí, aunque esa vez fue distinto: Negocios, reuniones, acuerdos que se firmaban entre copas de whisky. Esta vez, nada de eso importa.
La suite presidencial está reservada a mi nombre. Vista al río, decoración impecable en tonos neutros, líneas limpias, sin excesos. Todo parece diseñado para no distraerme. Para que nada compita con el único propósito que me trajo hasta aquí.
Sobre la mesa de mármol, una botella de whisky de veinticinco años me espera como un viejo amigo paciente. Pero no hoy. No aún.
Dejo la maleta al lado del sofá y respiro hondo. Entonces, alguien golpea la puerta con suavidad.
—Señor Montenegro —dice la voz firme de Noah desde el otro lado. Abro sin responder. Él entra con la misma discreción con la que siempre se mueve y me entrega una carpeta negra, elegante, marcada con mis iniciales en dorado.
—La información que solicitó llegó hace unos minutos —añade, con ese tono profesional que me gusta. Sin juicios, sin preguntas, solo hechos.
Paso mis dedos por la superficie de cuero antes de abrirla. No tengo prisa. Pero la ansiedad empieza a enroscarse en mi estómago como una serpiente vieja que me conoce bien.
Abro la carpeta con cautela, como si supiera que su contenido va a cambiarlo todo. Y en parte, es cierto.
Lo primero que veo son informes detallados: movimientos, eventos, apariciones públicas. Luego, fotografías. Muchas. Algunas recortadas de periódicos, otras claramente tomadas con discreción. En todas, su rostro.
Camila.
La imagen de ella me golpea de lleno en el pecho. Está más hermosa que nunca. Su presencia se ha vuelto imponente, como si hubiera nacido para moverse en medio del poder. En cada página, se nota su evolución. Su ropa, sus gestos, la forma en la que camina entre la gente. Ya no es mi amiga de la infancia ni la joven que reencontré en París.
Es una mujer que aprendió a jugar con fuego… sin quemarse.
En una de las fotos, está en una gala benéfica. Lleva un vestido rojo escarlata que le marca la figura con precisión matemática. Su cabello suelto cae en ondas perfectas, y su sonrisa… su sonrisa ilumina la imagen completa.
Pero no está sola.
A su lado, Henry Jones. Terno negro, expresión pulida, sonrisa correcta. La mano de él roza apenas su espalda. Un gesto sutil, pero claro.
Aprieto los dientes al instante.
—¿Desde cuándo van a eventos juntos? —pregunto, sin apartar la mirada de la fotografía.
—Hace tres meses se les ha visto más juntos —responde Noah desde la entrada de la habitación—. En salidas sociales, cenas, algunas inauguraciones. Su presencia se volvió constante. Discreta, pero firme.
Mi mandíbula se tensa aún más. Paso a la siguiente imagen: están saliendo de un restaurante en Mayfair. Ella lleva un abrigo beige, gafas oscuras, y su brazo está apenas rozando el de él.
—¿Y ella? —pregunto, bajando la voz. Ya no pregunto por lo que hace. Pregunto por quién es ahora.
Noah guarda silencio unos segundos y me mira, esperando alguna orden, alguna señal de lo que viene después. Pero yo sigo observando la fotografía donde ella sonríe mientras Henry le murmura algo al oído.
—Sus ojos todavía no sonríen —susurro.
Y esa es mi entrada, la única grieta en su armadura… El único indicio de que aún no he perdido esta batalla.
Cierro la carpeta con lentitud, como si al hacerlo pudiera encerrar todo lo que acabo de ver. La dejo sobre la mesa con más firmeza de la necesaria. Quiero que se aleje de mí, aunque sea unos centímetros.
Camino hacia la ventana. Las luces de Londres titilan a lo lejos, envueltas en esa niebla elegante que cubre todo como un velo de seda. Desde aquí, la ciudad parece dormida, inofensiva. Pero yo sé mejor que eso.
Bajo esa apariencia sofisticada se esconden secretos.
Me apoyo en el marco, intentando controlar la presión en mi pecho. Respiro hondo. No sirve de nada.
Camila, Camila, Camila.
La repito en mi mente como si así pudiera invocarla, o al menos entenderla.
Prendo el televisor sin mucho interés, solo por distraerme. Me basta con el sonido de fondo para no oírme pensar. Navego por canales sin detenerme… hasta que escucho algo que corta el aire como una cuchilla.
—Esta noche, una de las herederas más queridas de la élite londinense nos sorprende con una noticia que ha sacudido las redes sociales…
Levanto la vista. En pantalla, aparecen el video de una fiesta… un salón decorado con luces doradas y pétalos cae lentamente desde el techo como si la escena estuviera diseñada para ser perfecta. Hasta que veo en el centro del salón a Camila.
Con un vestido blanco de diseñador. Cabello recogido. Brillando como si fuera una diosa bajada del cielo.
A su lado… Henry, vestido con terno formal. Postura orgullosa, Tomándola de la mano y sonriendo como si tuviera el mundo en la palma de la mano.
La conductora continúa con voz emocionada, como si estuviera narrando un cuento de hadas.
—La familia Duvalier ha anunciado el compromiso oficial entre Camila Duvalier y el capitán Henry Jones. Las imágenes del evento se han viralizado, mostrando el emotivo momento en el que el capitán le pidió matrimonio durante una ceremonia privada.
Mi corazón se detiene, literal.
Por un segundo, no escucho más que el sonido sordo de mi propia sangre tratando de entender lo que acaba de pasar… Compromiso.
Me quedo ahí, de pie frente a la televisión, inmóvil, como si mis músculos se hubieran rendido, como si mi cuerpo supiera que no tiene sentido seguir. El volumen no está alto, pero cada sonido me atraviesa como una puñalada certera. La imagen no podría ser más clara, ni más cruel. Él se arrodilla. Ella lleva ambas manos a su rostro, y en ese gesto hay algo que me desarma. La multitud aplaude, vitorea, celebra… como si no supieran que están festejando mi ruina. Y entonces lo escucho.
—Sí —dice ella.
Una sola palabra. Apenas un susurro envuelto en risas y aplausos, pero para mí es un disparo a quemarropa. Doy un paso atrás. El corazón me late tan fuerte que lo siento en las sienes. Mi respiración se agita, pero no sale nada de mis labios. Solo un murmullo seco, incrédulo, como si decirlo en voz baja pudiera cambiar lo que acabo de presenciar.
—No…
Mis nudillos se tensan. Aprieto los puños. No por rabia. No todavía. Es impotencia. Es esa sensación asquerosa de haber corrido hacia ella, pero demasiado tarde. De haber confiado en el tiempo, en el amor, en las segundas oportunidades… como un idiota que cree que el destino espera.
Me apoyo contra la pared más cercana, sintiendo cómo la sangre se acumula en mi cabeza mientras el estómago se me retuerce. No puedo apartar la mirada. Ella sigue ahí, en la pantalla, sonriendo entre lágrimas, asintiendo ante un hombre que no soy yo. Y mientras todos alrededor parecen felices, yo me desmorono en silencio.
¿Camila… qué estás haciendo? ¿Qué está pasando?
La pregunta me arde en la garganta, pero no hay nadie que me la responda. Solo está esa imagen congelada frente a mí, repitiéndose una y otra vez en mi mente como una pesadilla de la que no logro despertar. Quiero arrancarla de ese lugar. Quiero estar ahí, detenerlo todo, mirarla a los ojos y preguntarle si me ha olvidado.
La voz de la presentadora sigue hablando, pero sus palabras ya no son solo ruido de fondo: son dagas suaves, constantes, dirigidas con precisión quirúrgica a lo poco que me queda en pie. Menciona fechas posibles para la boda. Lugares icónicos. “El enlace del año”, dice, como si estuviera hablando de una historia de amor perfecta y no de la pesadilla que ahora se proyecta frente a mí.
Tomo el celular. Mis dedos tiemblan, pero lo desbloqueo. Abro nuestra última conversación. Hace meses. Ella nunca respondió. Y aun así… no puedo borrar ese chat.
Escribo:
“Estoy en Londres. Necesitamos hablar”
Lo leo una, dos veces… Respiro hondo, pero no lo envío.
Borro cada palabra con lentitud, como si deshacerme del mensaje fuera tan doloroso como volver a perderla. Cierro la conversación. Tiro el celular sobre la cama como si me quemara las manos. Porque, en el fondo, sé que escribirle no es suficiente. No esta vez. No después de todo lo que pasó. Ya no estoy para cruzar palabras detrás de una pantalla. Estoy aquí, en su ciudad, en su mundo. Frente a frente con el destino.
Camino hasta la ventana. El cielo sobre Londres está cubierto por nubes grises, pesadas, como si el clima también presintiera que algo está por cambiar. Las luces de la ciudad parpadean con indiferencia. Londres se muestra antigua, fría, sabia. Como si me mirara desde su historia y me dijera: Muchacho, ¿estás seguro?
—Sí —murmuro para mí mismo, sin apartar la vista del horizonte.
Porque yo no soy el mismo hombre que huyó de sus propios sentimientos.
Esta vez no vengo a buscarla. Vengo a recuperarla.
Porque, aunque el mundo entero crea que Camila Duvalier va a casarse con Henry Jones… yo sé algo que ellos no saben. Algo que ni siquiera ella parece recordar del todo.
Lo que nos une no se rompe con un anillo.
Apoyo una mano sobre el cristal helado. El reflejo de la ciudad se funde con mi rostro. En alguna parte, ella debe estar mirando la misma luna.
—Camila… —susurro al horizonte, no importa quién esté a tu lado.
Yo he venido a capturar tu corazón.
Y lo haré… Porque tú y yo estamos destinados.
**LEONARDO**Despierto antes que ella. La luz de París se cuela por las cortinas como un suspiro dorado, suave, casi tangible. Que envuelve la habitación con una mezcla de calma y electricidad que me hace querer quedarme ahí, congelando este momento.La veo dormir, serena, perfecta en su quietud. Cada línea de su rostro parece esculpida para recordarme por qué todo valió la pena: cada obstáculo, cada mentira que nos separó, cada instante de duda. Todo eso desaparece frente a este instante, frente a ella.Y, sin embargo, un pequeño temblor de miedo me recorre: ¿y si no soy suficiente para ella? ¿Y si algún detalle rompe esta perfección que apenas hemos alcanzado? Sacudo la cabeza, riendo suavemente. Ese miedo es un viejo amigo que insiste en acompañarme incluso en los momentos más felices, aunque ya no tenga lugar.Me levanto con cuidado, descalzo y cada paso es medido, casi ceremonioso. Me acerco a la ventana y miro París despertando. El Sena brilla como un hilo de plata que serpentea
**LEONARDO**El día amanece despejado, como si el cielo también hubiera decidido darnos una tregua.Nos quedamos en el hotel donde Camila se había estado hospedando. Es uno de esos lugares tranquilos, con aroma a flores frescas y madera pulida, donde el silencio se siente amable.El sol se cuela por las cortinas, bañando la habitación con una luz dorada.Nos preparamos para el encuentro.Ella elige un vestido color crema, ligero, que se mueve con cada paso como si el aire la siguiera. Su cabello cae libre sobre los hombros, y por un instante pienso que no hay paisaje más hermoso que ese.Yo, en cambio, me debatía entre los nervios y la emoción. Me puse una camisa azul y un pantalón beige; nada especial, pero me sentí distinto. Al mirarme en el espejo, apenas reconocí al hombre que alguna vez fui, ni culpa en mis manos. Solo una calma nueva, limpia, que lleva su nombre.Respiro hondo.Hoy, por primera vez en mucho tiempo, no siento miedo.Camila se coloca frente a mí, la mirada firme,
**LEONARDO**Han pasado unas horas en que Camila y yo nos reencontramos y decidió quedarnos unos días en Annecy. Dormimos juntos, sin miedo al mañana. Sin la sombra del pasado ni las preguntas del futuro.Me he despertado antes que ella. Me quedo quieto, observándola en silencio, mientras la primera luz del amanecer se cuela entre las cortinas y tiñe su piel de un dorado suave. La siento respirar lento, profundo… y en ese ritmo encuentro una paz que creí perdida.Por fin, ya no tengo que imaginarla en sueños. Está aquí, real, tibia, con su mano descansando sobre mí como si temiera que me desvaneciera.Abre los ojos despacio, me mira con esa calma que me desarma y me sonríe.—Buenos días —susurra con la voz aún adormecida.—Buenos días, señorita dormilona —respondo, rozándole la mejilla con el pulgar.Ella sonríe sin decir nada más, cierra los ojos otra vez y murmura:—Quiero seguir durmiendo…—Entonces duerme —le digo, bajando la voz—. Yo me encargo del desayuno.Se acomoda de nuevo c
**LEONARDO**Las tazas humean sobre la mesa, pero el vapor apenas se sostiene unos segundos antes de desvanecerse, igual que mi valor.Camila me observa en silencio. No dice nada, pero su mirada lo dice todo. Es dura, directa… y aun así, hay un temblor escondido detrás de esos ojos que conozco mejor que mi propio reflejo. Me atraviesa con una mezcla de rabia y dolor, como si intentara arrancar las respuestas que llevo escondiendo desde el día que decidí desaparecer.Tomo aire, pero no me alcanza. Siento el pecho apretado, las palabras golpeando contra mis dientes, pidiendo salir, aunque sé que al hacerlo nada volverá a ser igual.Mis manos tiemblan mientras sostengo la taza. No es el frío, es el miedo… Miedo a verla romperse cuando escuche la verdad.—Cuando corté la transmisión ese día —empiezo, con la voz más baja de lo que quisiera—, mi tío sospechaba que estaba grabándolo.El silencio entre nosotros es denso, casi insoportable.—Él me lo dejó claro —continúo, tragando saliva—: Que
La lluvia cae en un hilo constante, fina, obstinada, como si el cielo también se negara a dejarme sola. Mis manos tiemblan cuando toco la puerta de madera.—¿Hola? —mi voz apenas es un susurro que se disuelve con el sonido del agua cayendo.El frío me trepa por los brazos, me muerde la piel, pero aun así pruebo la manija. Está sin seguro, la puerta se abre con un chirrido agudo que me corta la respiración.Doy un paso adentro. Todo luce igual que en mis recuerdos, como si el tiempo se hubiera detenido justo aquí. La fotografía de nosotros de niños sigue sobre la repisa, congelando una inocencia que ya no existe.El retrato de su madre me observa con esa sonrisa suave, esa que siempre parecía saber más de lo que decía.Las cortinas están limpias; el piso impecable. Como si alguien siempre lo mantuviera.Vuelvo a hablar… pero no hay respuesta.—Nadie vive aquí… —.El sonido de mi voz se pierde entre las paredes, y por un instante siento que la casa me escucha. Respiro hondo, intentando
—¡Leonardo!Algo dentro de mí me impulsa a seguirlo.La multitud me envuelve, las voces se mezclan en un murmullo caótico, pero nada de eso me importa. Solo veo esa silueta que camina unos metros delante de mí.—No puede ser él… él murió —susurro, apenas audiblemente.El celular suena dentro de mi bolso, pero no contesto. No ahora.El semáforo cambia y la gente se amontona en la esquina. La figura sigue avanzando con paso firme. Corro, esquivando personas, murmurando disculpas que se pierden en el ruido de la ciudad.Dobla hacia una calle más angosta y, al intentar seguirlo, choco contra un hombre. Apenas alcanzo a murmurar una disculpa, sin mirarlo. Mi atención está fija en esa figura.Su andar, su postura, ese leve gesto de cabeza al detenerse frente a un escaparate... todo en él grita su nombre.—¡Leo! —grito de nuevo, con la voz quebrada.Él levanta la mano para detener un taxi. Corro con el corazón desbocado. Lo alcanzo justo cuando abre la puerta y le toco el brazo.—¡Leo! —repi
Último capítulo