La lluvia cae en un hilo constante, fina, obstinada, como si el cielo también se negara a dejarme sola. Mis manos tiemblan cuando toco la puerta de madera.
—¿Hola? —mi voz apenas es un susurro que se disuelve con el sonido del agua cayendo.
El frío me trepa por los brazos, me muerde la piel, pero aun así pruebo la manija. Está sin seguro, la puerta se abre con un chirrido agudo que me corta la respiración.
Doy un paso adentro. Todo luce igual que en mis recuerdos, como si el tiempo se hubiera detenido justo aquí. La fotografía de nosotros de niños sigue sobre la repisa, congelando una inocencia que ya no existe.
El retrato de su madre me observa con esa sonrisa suave, esa que siempre parecía saber más de lo que decía.
Las cortinas están limpias; el piso impecable. Como si alguien siempre lo mantuviera.
Vuelvo a hablar… pero no hay respuesta.
—Nadie vive aquí… —.
El sonido de mi voz se pierde entre las paredes, y por un instante siento que la casa me escucha. Respiro hondo, intentando