La pequeña misión

**CAMILA**

Henry conduce en silencio, con esa concentración imperturbable que lo define. Sus manos fuertes sujetan el volante con firmeza, como si el coche fuera parte de él. Cada tanto, sus ojos se desvían al retrovisor, atentos, vigilantes, como si esperara descubrir una sombra detrás de nosotros. Esa costumbre suya de permanecer en guardia nunca lo abandona, ni siquiera cuando ya no está en servicio.

El silencio se vuelve pesado, tan denso que me oprime el pecho. No quiero que esta distancia invisible termine convirtiéndose en una muralla entre los dos. Así que me atrevo a romperlo.

—¿Y cómo te fue en París? —pregunto, buscando su mirada, aunque él sigue enfocado en el camino.

Henry suspira, y ese simple gesto me dice más de lo que imagino. Parece como si mi pregunta le abriera un archivo lleno de peso y cansancio.

—Fue caótico, Camila. —Me mira apenas un instante, antes de volver los ojos al frente—. Después del rescate, todo se volvió un mar de reportes y firmas. Interminables interrogatorios, declaraciones oficiales, papeleos que no parecían acabar nunca.

Lo escucho en silencio, absorbiendo cada palabra. Su tono tiene esa mezcla de fastidio y resignación que solo aparece cuando revive lo que lo desgasta.

—Tuvimos que cerrar el caso de manera formal —continúa, con la voz más grave—. Confirmar la muerte del arquitecto no fue sencillo, la embajada necesitaba pruebas sólidas. Y luego vino lo de Montenegro. Aunque ya estaba bajo custodia, había que coordinar la extradición, llenar formularios, seguir protocolos... un rompecabezas desordenado que todos exigían resolver al mismo tiempo.

Mientras habla, lo observo de reojo. Su perfil serio, la tensión en su mandíbula, esa forma en que frunce el ceño como si reviviera cada detalle... A veces me pregunto si Henry sabe cuánto carga solo. Y si en medio de todo ese caos, todavía le queda espacio para él mismo.

—Imagino que habrá sido agotador —murmuro, apenas dejando escapar el aire, como si no quisiera interrumpir la calma del coche.

Él sonríe, apenas un gesto, breve, pero suficiente para suavizar sus facciones tensas.

—Lo fue. Y por eso pedí un año de licencia. Ya había cumplido con mi deber… necesitaba poner distancia, recuperar el aire y, además…

Giro la cabeza hacia él de inmediato, sorprendida por sus palabras. Algo en su tono me obliga a reaccionar, y sin pensarlo lo interrumpo.

—¿Un año entero? —mi voz sale más alta de lo que pretendía, cargada de incredulidad.

—Sí. —Su respuesta es serena, pero cada sílaba lleva esa determinación que siempre lo acompaña, como si nada pudiera quebrar su decisión—. Hay cosas aquí en Londres que requieren mi atención. Y, entre ellas, trabajar para estar cerca de una persona valiosa para mí.

El corazón me da un vuelco. Siento cómo la sangre se me agolpa en las mejillas, y aunque intento mantener la compostura, sé que estoy enrojeciendo. No quiero dejar que mi mente se precipite hacia la primera conclusión, pero… ¿qué otra persona podría ser? Henry no suele abrirse, casi nunca permite que sus palabras dejen ver lo que guarda dentro. Que lo haga ahora, conmigo, me deja sin defensas.

Trago saliva, intentando fingir calma, aunque mi voz me traiciona con un temblor apenas perceptible.

—¿Una persona valiosa? —repito, como si buscara confirmar lo que en realidad no me atrevo a admitir. Quiero sonar neutral, pero siento que él puede escuchar lo acelerado de mi pulso en cada palabra.

Mientras espero su respuesta, miro de reojo el perfil de su rostro. Él desvía la mirada hacia la carretera, pero no pierde la calma.

—Algunas misiones cambian tu forma de ver las cosas —explica con serenidad—. Me di cuenta de que hay prioridades que no se pueden seguir posponiendo.

No sé qué responder. Su confesión ligera me deja entre la sorpresa y la confusión. Me aferro a mis manos sobre el regazo y decido buscar refugio en otra pregunta.

—¿Qué pasará con tus misiones? —indago—. ¿Y en qué trabajarás?

Henry suelta una risa suave, como si mi curiosidad le resultara divertida.

—Las misiones pueden esperar —dice, bajando un poco la voz—. Aquí tengo algo más importante.

Entonces me mira, y ese instante se me hace eterno. Sus ojos oscuros se clavan en los míos con una intensidad que me obliga a apartar la mirada.

—Por ahora, solo tengo una pequeña misión —añade con un tono enigmático.

—¿Y cuál es? —pregunto, casi en un susurro.

Henry sonríe de medio lado, con esa calma calculada que lo define, y me responde:

—Ya lo sabrás pronto.

La forma en la que lo dice, tan segura y a la vez tan misteriosa, hace que mis mejillas ardan. No sé si es el ambiente del coche, las pequeñas gotas de lluvia golpeando el vidrio o esa mirada que parece desarmar mis defensas, pero siento cómo el aire se me enreda en los pulmones.

Él desvía el tema con la naturalidad de quien sabe que acaba de dejar algo sembrado en mí. No insiste, no aclara, simplemente me deja con la duda latiendo en el pecho.

—Y cuéntame… —su voz se suaviza, adquiriendo un tono más ligero, como si todo lo anterior no hubiera tenido peso— ¿cómo estuvo la boda de Andrea y Santiago?

Trago saliva, sintiendo un nudo incómodo en la garganta.

—No pude estar en la ceremonia —confieso al fin, bajando un poco la mirada, como si eso pudiera ocultar la punzada de culpa que me atraviesa—. Mi padre organizó reuniones con empresarios justo ese día y… no tuve opción. Llegué directo a la recepción, pero apenas me quedé un rato.

La culpa se clava en mi pecho como un alfiler. Andrea merecía más de mí, merecía que estuviera en cada instante de uno de los días más importantes de su vida, pero otra vez los compromisos impuestos por mi padre marcaron mi ausencia.

Henry me lanza una mirada fugaz, como si adivinara la incomodidad que intento ocultar bajo una expresión serena.

—Debió de ser un día especial —comenta con voz cálida, casi queriendo aliviar algo que ni siquiera le he confesado.

Me limito a asentir, cuidando cada gesto, evitando entrar en detalles que puedan revelar demasiado. No quiero que él intuya lo que ocurrió con Leonardo, esa tensión que aún se agita en mi memoria y que me esfuerzo por mantener bajo llave.

La conversación se apaga de nuevo y el silencio se instala entre nosotros, aunque ahora no resulta pesado. Al contrario, tiene algo de calma, como si ambos aceptáramos que no hacen falta más palabras.

El coche continúa su trayecto, y mientras el paisaje se difumina tras la ventana, mis pensamientos se arremolinan. No logro apartar de mi cabeza la misma pregunta: ¿cuál es la verdadera razón de Henry para estar aquí? Porque más allá de lo que dice, hay algo en su voz, en sus gestos, que me toca demasiado. Y eso… me inquieta más de lo que quiero admitir.

Finalmente, el vehículo se detiene frente a la puerta principal de la mansión. El guardia de siempre se acerca con la intención de abrir, pero Henry levanta la mano en un gesto firme que lo detiene de inmediato.

—Yo me encargo —dice con naturalidad, como si tuviera derecho a decidir incluso en este territorio que no le pertenece.

Lo observo mientras se baja, rodea el coche y abre mi puerta con una calma impecable. Ese gesto de cortesía, tan raro en mi entorno, me arranca una sonrisa inevitable, una que trato de disimular, aunque sé que él la ve.

—Fue un gusto verte, Henry —murmuro, intentando sonar ligera, como si no me afectara su presencia—. Ojalá podamos vernos más seguido.

Sus ojos se fijan en los míos, intensos, como si escarbaran debajo de la superficie de mis palabras. Siento que me estudia, que busca algo más allá de la sonrisa diplomática que le ofrezco. Y entonces, su boca se curva en una sonrisa distinta, con un matiz intrigante que me desarma.

—¿Por qué te despides tan rápido? —pregunta, con un tono bajo, casi un susurro que me eriza la piel.

Me quedo inmóvil, atrapada en esa pregunta que parece cargar un significado oculto. Lo miro, confundida, sin entender del todo a qué se refiere.

Henry inclina el rostro apenas, acercándose lo suficiente para que su voz me envuelva como un secreto compartido, un secreto que nadie más debería escuchar.

—Te dije que vine a Londres, cierto… —sus palabras caen con calma, cada una medida, como si estuviera construyendo algo en mi interior que aun no comprendo.

Mi respiración se vuelve irregular, esperando lo que viene.

—Ahora tengo mi entrevista de trabajo con el jefe de esta familia —continúa, con la serenidad de quien ya decidió su destino—. Para ser el chofer y guardaespaldas de la nueva presidenta.

El corazón me da un salto tan fuerte que siento el eco en mis oídos. Me toma un segundo comprender que habla de mí… y otro más para darme cuenta de que lo dice con la misma naturalidad con la que otros piden un café.

Henry no aparta sus ojos de los míos. Y en ese cruce, en ese instante suspendido, descubro lo que siempre había intuido: él no está aquí por casualidad. Esa chispa en su mirada lo delata, como si cada palabra dicha hasta ahora hubiera sido solo la antesala de una verdad mucho más grande.

La puerta de la mansión se abre con un crujido solemne, quebrando el momento. El sonido me arranca de esa especie de hipnosis en la que me tenía atrapada. Me obligo a mover los pies, pero cada paso que doy hacia el interior se siente extraño, como si dejara atrás algo que debería haberme quedado escuchando.

Entro con aparente calma, aunque por dentro mi mente es un torbellino. Las lámparas del vestíbulo iluminan el mismo escenario de siempre, pero nada me parece igual. Todo ha cambiado desde el segundo en que él pronunció esas palabras.

Mientras cruzo el umbral, lo siento detrás de mí, y entonces, la pregunta me golpea con una claridad insoportable:

¿Qué significa realmente la “pequeña misión” de Henry… y qué papel tengo yo en ella?

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