**LEONARDO**
El reloj del aeropuerto de París parecía burlarse de mí. Cada segundo que avanzaba era un recordatorio cruel de que ya iba tarde. Primero, anunciaron el retraso en el embarque. Después, como si el destino quisiera ponerme a prueba, una tormenta obligó a mantenernos en pista por casi una hora. Yo veía por la ventanilla cómo la lluvia golpeaba sin clemencia, y lo único que podía pensar era en la distancia que se alargaba entre ella y yo.
Cuando por fin el avión despegó, el cansancio comenzó a pasarme factura. En París eran las diez de la mañana; en Los Ángeles, recién amanecía. Un simple cálculo de husos horarios me recordaba que, aunque cruzaba el océano para acortar la distancia, el tiempo parecía ensañarse conmigo, corriendo siempre en mi contra.
Aterrizo en Los Ángeles cuando la ciudad ya está encendida de luces nocturnas. Allá atrás quedó un día entero, perdido en esperas y cielos grises. Aquí, en cambio, me recibe la calidez artificial de neones y farolas, como si el