—¡Leonardo!
Algo dentro de mí me impulsa a seguirlo.
La multitud me envuelve, las voces se mezclan en un murmullo caótico, pero nada de eso me importa. Solo veo esa silueta que camina unos metros delante de mí.
—No puede ser él… él murió —susurro, apenas audiblemente.
El celular suena dentro de mi bolso, pero no contesto. No ahora.
El semáforo cambia y la gente se amontona en la esquina. La figura sigue avanzando con paso firme. Corro, esquivando personas, murmurando disculpas que se pierden en el ruido de la ciudad.
Dobla hacia una calle más angosta y, al intentar seguirlo, choco contra un hombre. Apenas alcanzo a murmurar una disculpa, sin mirarlo. Mi atención está fija en esa figura.
Su andar, su postura, ese leve gesto de cabeza al detenerse frente a un escaparate... todo en él grita su nombre.
—¡Leo! —grito de nuevo, con la voz quebrada.
Él levanta la mano para detener un taxi. Corro con el corazón desbocado. Lo alcanzo justo cuando abre la puerta y le toco el brazo.
—¡Leo! —repi