Bienvenida a Londres

**LEONARDO**

Cuando nos retiramos de la boda, el silencio se instala como un huésped incómodo entre Enzo y yo.

El coche avanza por calles donde las luces parecen desvanecerse antes de tocarme, como si la ciudad misma decidiera apartarse de mi camino. Enzo me lanza una mirada de reojo, como si midiera el momento para hablar, pero se detiene. Agradezco su silencio; es la primera vez que entiende que cualquier palabra sería como abrir una herida que apenas contiene la sangre.

La frustración arde en mi interior, una quemadura lenta y despiadada. No es solo por lo que Camila me dijo… es por lo que no hice. Porque no tuve el maldito valor de ir tras ella y detenerla antes de que se alejara más. Cada segundo que paso aquí, encerrado en este auto, es un segundo más en el que ella seguirá creyendo que mi corazón sigue atado a Andrea.

Y quizá lo peor… es que no sé cómo convencerla de lo contrario.

Cuando por fin llegamos a mi apartamento en Los Ángeles, la puerta apenas se cierra detrás de mí y ya siento la necesidad de arrancarme la noche de encima. Me quito el saco con un movimiento brusco, casi violento, y lo lanzo sobre el respaldo del sofá, sin preocuparme si cae o no.

El silencio del lugar es tan denso que me empuja hacia la barra. Lo primero que hago es servirme un trago, porque necesito algo que arda y me queme por dentro, a ver si así se apaga este fuego que me está consumiendo desde la boda.

El cristal helado del vaso se clava en mis dedos, pero ni de cerca logra enfriar lo que llevo en el pecho. Doy un sorbo largo antes de girarme hacia Enzo.

—Ahora sí —suelto, sin mirarlo—. ¿Qué demonios está pasando?

Él no se altera. Se quita su saco con una calma exasperante y la deja perfectamente doblada sobre el sofá, como si estuviéramos en una tranquila tarde de domingo. Luego se sienta frente a mí, cruza una pierna sobre la otra y me observa como si estuviera calculando cada palabra.

—Después de lo que pasó en París… y con lo que hizo nuestro maldito padre… vender a tu prometida como si fuera mercancía para trata de personas —la voz de Enzo es tan seca y afilada que corta el aire en dos.

Las palabras me atraviesan. El recuerdo, aunque no estuve allí, se ha vuelto una sombra que me persigue. No vi el miedo en sus ojos aquel día, pero lo he reconstruido tantas veces en mi mente que ya no sé si lo imagino o si lo siento como un recuerdo propio. Cada vez que lo pienso, algo dentro de mí arde con rabia… y otra parte se pudre de culpa.

—Los Duvalier se enojaron tanto —prosigue Enzo— que rompieron toda relación comercial con nosotros. Y eso significa que no nos quieren cerca de sus negocios… ni de su familia. Mucho menos de su hija.

Las últimas palabras me golpean más fuerte que el whisky que acabo de tragar. “Mucho menos de su hija.” No necesito que diga su nombre para saber que habla de Camila.

Enzo rompe el silencio lanzando un sobre grueso sobre la mesa.

—Estamos en la lista negra de los negocios —dicta, como quien lee una condena sin derecho a apelación.

El golpe contra la madera retumba en mi pecho como un eco seco. Miro el sobre, lo tomo, y el peso en mis manos es casi físico, como si cargara con todo lo que hemos perdido. Lo abro, hojas y más hojas. Reportes financieros, contratos cancelados. Cifras que alguna vez fueron nuestras y que ahora pertenecen a otros.

Y entonces lo veo. La línea que me deja sin aire: los Duvalier no solo dominan por completo los negocios en París y Londres, sino que la próxima presidenta en asumir será nada más y nada menos que… mi Camila.

La imagino en una sala de juntas, erguida, segura, con esa mirada capaz de encenderme y congelarme al mismo tiempo. Un imperio a sus pies… y yo, fuera de sus murallas.

—Si quieres demostrar que estás a la altura de lo que buscan para su hija… —Enzo me mira fijo, sin parpadear, como si estuviera evaluando cada reacción en mi rostro— y que eres capaz de probar que, aunque seas un hijo ilegítimo, tienes el porte para convertirte en CEO y forjar los negocios de los Montenegro de manera honesta… tendrás que hacer un enorme sacrificio.

No aparta la vista mientras me entrega otro documento. El sobre es delgado.

Lo abro y paso las páginas despacio. Cada palabra cae sobre mí como plomo, son planes detallados, listas de contactos, entrenamientos, un calendario apretado con nombres y lugares que no reconozco.

—Esto no es solo trabajo, Leonardo —añade Enzo, con un tono que suena a advertencia—. Es una prueba. La más importante de tu vida.

Cierro el sobre con un golpe seco, como si así pudiera sellar también todas las dudas que me están carcomiendo. Me sirvo otro whisky, y esta vez no lo saboreo; lo tomo de un solo trago. El ardor me desgarra la garganta, pero no me detiene.

Me quedo mirando el vaso vacío, preguntándome si realmente vale la pena… y sabiendo que sí. Porque no pienso perderla.

Levanto la vista hacia mi hermano.

—Acepto esto… con una sola condición —digo, firme.

—¿Cuál? —pregunta mi hermano, aunque en sus ojos ya veo que lo sabe.

—Que mi compromiso con Camila Duvalier siga intacto.

Enzo se ríe, una carcajada breve pero cargada de certeza.

—Sabía que dirías eso. No te preocupes… ya tengo todo resuelto a ese punto.

**CAMILA**

Mientras manejo por la ciudad, apenas en un susurro, me escucho decir:

—Las bodas son hermosas…

No sé por qué lo digo en voz alta, quizá porque en ese instante la imagen se me viene completa: mis dos amigos de pie, mirándose como si el mundo se detuviera, prometiéndose amor eterno.

Acelero un poco, y aquí estoy… Llegando.

Sé que llego tarde. Me habría gustado estar en la ceremonia, pero tuve una reunión virtual imposible de posponer, sino mi padre de seguro se enojaba.

Entro con la frente en alto, el aire me envuelve con una mezcla de flores frescas, música suave y risas que parecen flotar sobre las conversaciones. Todo tiene ese brillo que solo existe en días como este, ese tipo de felicidad que parece hecha a medida.

Sé que atraigo miradas. Algunas me recorren con admiración, como si intentaran descifrar quien soy. Otras me juzgan en silencio, cargadas de envidia mal disimulada. Estoy acostumbrada. Lo he estado toda mi vida.

Avanzo entre las mesas, esquivando charlas y copas levantadas, con la mirada fija en mi objetivo: encontrar a Santiago para felicitarlo. No pienso en nada más… hasta que una voz firme, grave, pronuncia mi nombre.

—Camila.

Me detengo. No porque quiera, sino porque mi cuerpo lo hace antes que mi mente. Giro apenas el rostro y ahí está: Leonardo.

Su mirada me alcanza como un disparo silencioso, tan directa que casi puedo sentirla clavarse en mi piel. Podría apartar los ojos, fingir que no lo vi, pero no lo hago. Sería darle la victoria. Y yo no vine aquí para eso.

Me obligo a recordar la verdad: estoy en esta boda por mis amigos, no por él.

Camino hacia él con una calma ensayada, la que uso cuando debo enfrentar algo que preferiría evitar. Intercambiamos unas pocas palabras, las necesarias para que la cordialidad no se rompa, como si estuviéramos cumpliendo con un protocolo invisible.

Luego me alejo, sin darme vuelta. Aunque sé —y lo siento— que su mirada sigue ahí, siguiéndome entre la multitud como una sombra que no he pedido.

Pero no es suficiente. No basta con haberme alejado. Una hora después, la música cambia a un vals y, antes de que pueda reaccionar, está frente a mí con esa seguridad que siempre lo ha caracterizado.

Me invita a bailar y digo que sí, por simple cortesía.

Su mano se posa en mi cintura y el contacto me atraviesa como una descarga. Me mantengo erguida, cuidando cada paso, cada respiración, como si estuviera sobre un campo minado. Él habla, pregunta, insiste. No se conforma con respuestas simples. Quiere más, como si buscara entrar en un lugar donde ya no es bienvenido.

Yo me aferro a la frialdad que tanto me ha costado aprender. Es mi salvavidas. Porque sé que si bajo la guardia, aunque sea un segundo, me perderé en ese mismo abismo del que juré no regresar.

Cuando su mirada comienza a buscarme más de lo que tolero, rompo la cercanía con un movimiento rápido. No le doy oportunidad de detenerme.

No puedo permitir que mi corazón vuelva a equivocarse. Y él… él siempre fue la equivocación más dulce y más peligrosa que he tenido.

******

Cuando subo al avión rumbo a Londres, lo primero que hago es quitarme los tacones. Siento el alivio inmediato en mis pies, pero no en el pecho. Me dejo caer en el asiento, intentando relajar los hombros, mientras las luces de la ciudad se alejan hasta volverse un parpadeo distante a través de la ventanilla.

—Adiós, Leonardo —susurro, apenas moviendo los labios.

Pero las despedidas no son tan simples. El recuerdo se abre paso sin pedir permiso.

**Inicio de Flashback**

Aquel hospital, después del secuestro. Después de lo que vi en Andrea y Santiago; algo en sus palabras me empujó a buscar a Leonardo. Quería saber cómo estaba, aunque parte de mí temía la respuesta. Caminé por el pasillo con pasos lentos, hasta que, me quedé quieta.

Estaba frente a su puerta, y su voz, grave y seria, escapaba por el pequeño hueco entre marco y madera.

No estaba solo. No sé quién lo acompañaba, pero escuché lo suficiente: que Andrea siempre sería importante para él… que no podía dejar de preocuparse por ella.

La frase me atravesó como una astilla invisible, honda y punzante.

No esperé a escuchar más. Di media vuelta y regresé a mi habitación, tragando algo más amargo que el dolor.

**Fin de Flashback**

El avión corta la noche con su rugido constante. Me obligo a mirar hacia adelante, a repetirme las palabras como un mantra que no admite fisuras:

—Es momento de continuar con lo planeado.

Al aterrizar en Londres, el frío húmedo de la mañana me recibe de golpe.

Entre la multitud del aeropuerto, un coche negro detenido junto a la salida capta mi atención. La puerta del piloto se abre… y entonces lo veo.

Su figura emerge con la misma seguridad que recuerdo, el abrigo oscuro perfectamente abotonado, y en sus manos, un ramo enorme de rosas rojas que parecen arder en medio de la mañana gris.

No puedo evitar que una sonrisa me traicione.

—¿Y ese milagro de verte aquí? —pregunto en cuanto está lo bastante cerca.

Él no responde. Solo sonríe de ese modo tan suyo y me tiende las flores, con una calma que me desconcierta.

—Bienvenida a Londres, señorita Camila. ¿Lista para comenzar su nueva vida? —su voz es grave, segura, como si no dejara espacio para las dudas.

Tomo el ramo. El perfume intenso me envuelve, y por un instante, olvido el frío. Subo al auto con una media sonrisa que intento disimular. Él da la vuelta y se sube en el asiento del copiloto.

—Estoy lista —digo, mirando las rosas—. Ya dejé el pasado en París… y lo confirmé en Los Ángeles.

—Perfecto —responde él, sin mirarme—. Porque parece que tú y yo tenemos mucho camino por recorrer.

Y no sé por qué, pero las palabras de Henry me dejan una inquietud que no logro disolver.

Sigue leyendo este libro gratis
Escanea el código para descargar la APP
Explora y lee buenas novelas sin costo
Miles de novelas gratis en BueNovela. ¡Descarga y lee en cualquier momento!
Lee libros gratis en la app
Escanea el código para leer en la APP