**LEONARDO**
Meses atrás
El aire está impregnado de un aroma dulce, mezcla de flores frescas y esa energía intangible que dejan los días importantes. Estoy sentado en la iglesia, testigo de un momento que debería llenarme por completo: la boda de Santiago y Andrea. Todo está vestido de blanco, con rosas marfil que se abren como suspiros y velas encendidas que titilan como si tuvieran su propio pulso. Es hermoso, perfecto… pero mi mente no está aquí.
Yo solo puedo pensar en ella.
Imaginé que sería una de las damas, que la vería caminando por el pasillo con esa elegancia natural que siempre la ha acompañado. Pero mi mirada recorre cada banco, cada esquina, y el vacío que deja su ausencia se clava en mí.
No está, Camila, no ha venido.
Una presión incómoda me oprime el pecho. No puede ser que no haya venido. Ayer mismo me aseguraron que había llegado desde Londres. ¿Entonces? ¿Dónde demonios esta?
Un leve codazo de mi hermano me obliga a volver la vista hacia el altar, justo cuando los novios se disponen a intercambiar sus votos. Sonrío, pero es una sonrisa hueca, mecánica. Mi atención está partida, y en la mitad que realmente importa solo hay preguntas.
¿Qué está pasando realmente? ¿Acaso me está evitando?
***
La recepción es un reflejo impecable de la ceremonia: elegante, luminosa, casi irreal. Copas de cristal alineadas como joyas, candelabros dorados suspendidos del techo derramando luz cálida, y una orquesta que envuelve el ambiente con acordes de música clásica. Estoy en medio de una conversación con unos socios, sonriendo por inercia, cuando sucede.
La veo.
Camila cruza el umbral del salón como si cada paso le perteneciera al mundo. Viste un vestido de seda borgoña que se amolda a su silueta como si hubiera sido creado para ella. El escote, delicado; los tirantes, finos, dejando al descubierto unos hombros que parecen hechos para tentar. Una abertura lateral deja asomar su pierna con cada movimiento, una coreografía perfecta de elegancia y provocación.
Su cabello, recogido en un moño alto, expone su cuello desnudo… y en ese instante entiendo que hay provocaciones que no necesitan palabras. Sus labios, rojos como un desafío; sus ojos, delineados con la precisión de quien sabe el efecto que causa.
Mi corazón se agita de golpe, como si quisiera liberarse de mi pecho para alcanzarla antes que yo. La observo dirigirse hacia Santiago, y sin pensarlo, mis pies se mueven. Camino guiado por algo más fuerte que la razón, hasta que coincidimos… justo cuando está a un par de centímetros de él.
—Camila… —su nombre se me escapa en un susurro que suena más a súplica que a saludo.
Ella se gira. Nuestros ojos se encuentran, y en esa mirada hay algo distinto, algo que no logro descifrar, pero que me inquieta. Avanzo un paso, intentando mantener la misma actitud relajada de siempre, aunque por dentro no lo esté.
—Te ves… —me detengo. ¿Qué demonios puedo decirle? ¿Divina? ¿Letal? ¿Mía? — Hermosa.
Su sonrisa es correcta, casi diplomática, y asiente con un gesto breve antes de inclinarse hacia Santiago. Lo abraza, le desea lo mejor con una calidez medida, como si cada palabra estuviera cuidadosamente calculada. Hay una tensión sutil flotando en el aire, algo que ninguno de los dos parece querer nombrar.
Cuando gira para dirigirse hacia Andrea, no lo soporto. Extiendo la mano y la sujeto por la muñeca, suave pero firme.
—¿Podemos hablar? —pregunto, sin poder ocultar la urgencia en mi voz.
Camila parpadea, sorprendida. Sus ojos recorren el salón con cautela, como si temiera que alguien hubiera notado el contacto.
—Claro… pero primero quiero saludar a la novia —responde en un tono suave, liberándose de mi agarre con una elegancia que me deja sin réplica.
Se aleja, y yo me quedo ahí, con su perfume impregnado en mis dedos y el sabor amargo de una tensión que aún no termino de entender.
Pasa una hora desde que comenzó el baile y aún no he dejado de seguirla con la mirada, esperando el instante preciso. Finalmente, la orquesta cambia de melodía; el vals comienza a llenar el salón con su cadencia elegante. Es mi oportunidad.
Camino hacia ella sin apartar los ojos de su silueta.
—¿Me concedes este baile? —pregunto, intentando que mi voz suene casual, aunque por dentro todo se me agita.
Camila gira hacia mí. Me observa unos segundos que se sienten eternos, hasta que asiente.
—Claro… sería grosero negarme.
En cuanto la tomo entre mis brazos, la sensación es inmediata: es como volver a casa después de un largo viaje. Su cintura encaja a la perfección bajo mi mano, y el leve roce de su piel contra mi palma enciende algo en mí que creía dormido.
El vals nos envuelve; en cada giro busco razones para no soltarla.
—Desde que estuve en el hospital no pude verte… —mi voz baja apenas por encima de la música—. Supe que regresaste a Londres.
—Lo hice —responde sin apartar la mirada, pero su voz es tan fría que no me da un solo indicio.
—No avisaste.
—¿Tenía que hacerlo?
Sus palabras son precisas, afiladas… como si cada una estuviera diseñada para mantenerme a distancia.
—Camila… pensé que éramos amigos. ¿Estás bien?
—Perfectamente.
La orquesta sigue tocando, pero en mi cabeza el sonido se apaga. La tensión en su cuerpo es evidente, y cada frase que me lanza es otra puerta que me cierra en la cara.
—Te escribí varias veces… y nunca contestaste —mi voz se me quiebra apenas, lo suficiente para que me odie por dejarla salir así.
Ella frunce levemente el ceño, pero enseguida recupera esa expresión impecable, intocable.
—Leonardo, ya no estamos en París. No hay necesidad de seguir fingiendo que somos pareja. Y lamento no haber podido ayudarte a ganarte el corazón de Andrea.
Sus palabras caen sobre mí como un golpe seco. Siento cómo algo se resquebraja por dentro. Jamás imaginé que Camila pensara así… que aún creyera que mi vida gira en torno a Andrea. La idea me incomoda, me irrita, porque no podría estar más lejos de la verdad.
No quiero darle espacio para seguir creyendo eso. Necesito responder de inmediato, arrancar esa idea de raíz antes de que se enrede más en su mente.
—No tienes que disculparte por eso —digo sin titubear—. Las cosas siempre iban a terminar de esa manera. Andrea y yo… no estábamos destinados a terminar juntos.
Me inclino un poco, acercándome lo suficiente para que mis palabras le lleguen solo a ella.
—Lo que sí me importa es que no me mientas. Te conozco demasiado bien, Camila. Sé cuándo estás ocultando algo.
Se queda quieta, como si el tiempo se detuviera para nosotros. La música sigue golpeando en el fondo, pero es como si viniera desde muy lejos. Nos mantenemos inmóviles en un rincón de la pista, mirándonos, atrapados en un silencio que pesa más que cualquier palabra.
—¿Qué crees que oculto? —me lanza, con una calma que es más peligrosa que cualquier grito.
—No lo sé… pero no eres tú. No la Camila que yo… —me muerdo las palabras antes de que escapen. Que yo amo. No, no puedo decirlo. No ahora.
—Leonardo, tú nunca supiste quién era yo. Y si antes no lo sabías, ahora menos.
—¿Desde cuándo me tratas así?
Sus labios se tensan. En sus ojos hay un destello húmedo, imposible de leer. No sé si es rabia, decepción… o las dos cosas mezcladas.
—Desde que entendí que no vale la pena seguir esperando algo que jamás va a suceder.
Su mano me suelta y siento el frío inmediato. Da un paso atrás, y en ese instante, la distancia entre nosotros se vuelve un abismo.
—Camila… —mi voz se quiebra antes de terminar—. ¿De qué estás hablando?
—Leonardo, escúchame bien. —Su tono apenas tiembla, pero su mirada es un muro infranqueable—. La niña que conociste en tu infancia y la mujer que volviste a encontrar en París… ya no existe.
Las palabras me golpean de lleno, sin previo aviso. Es como si el aire se volviera más denso y, de pronto, respirar me costara el doble. El salón sigue girando, pero no por el vals; es mi mundo el que se tambalea. Siento que algo se desprende dentro de mí, como si un hilo invisible que nos unía se estuviera rompiendo frente a mis ojos… y yo no supiera cómo detenerlo.
—He decidido encontrar mi felicidad —dice, y su voz, aunque firme, arrastra un peso que me aplasta.
—¿Qué… qué quieres decir? —mi voz suena más rota de lo que quisiera.
Ella da un paso atrás, inhalando profundamente, como si esa distancia física fuera necesaria para cortar lo que queda entre nosotros.
Su celular vibra, lo saca de su bolso, lo revisa y sus dedos se tensan alrededor del aparato. No sé quién le escribe ni qué dice el mensaje, pero lo que me hiela no es eso… es la mirada que me lanza justo antes de guardarlo. Firme, como una sentencia que no necesita más palabras para dejarme sin respuesta.
—Si me disculpas, tengo que despedirme de los novios.
Y se va.
La sigo con la vista, sintiendo que cada paso que da me arranca un pedazo del pecho. Entre la música y las risas ajenas, mi instinto me grita que vaya tras ella, que no la deje ir…
Pero antes de dar un solo paso, una mano firme se posa en mi hombro. Me giro y me encuentro con mi hermano, Enzo, que me mira con una seriedad que rara vez le he visto.
—Hermano… espera. No la sigas.
Su voz es baja, pero cargada de una urgencia que me frena en seco. Lo miro con el ceño fruncido, todavía con la respiración acelerada y la sangre golpeando en mis sienes.
—¿Qué demonios dices, Enzo? —escupo entre dientes, intentando apartar su mano.
—Créeme… —sus ojos no se apartan de los míos—. No es el momento. Es la boda de tus amigos.
Además, hay algo que debes saber, si deseas seguir adelante con lo que sientes.
Sus palabras me descolocan. Mi mirada salta entre su rostro y la figura de Camila, que ya casi ha desaparecido entre la multitud.
No me da tiempo a preguntar más. Me toma del brazo y me arrastra a través del salón, mientras mi mente arde con mil preguntas y mi corazón late al ritmo de una sola certeza: nada, absolutamente nada, volverá a ser igual después de esta noche.