Tras salvar la vida de Alessandro Galli, Victoria queda atrapada en el mundo de la mafia. Lo que empieza como una deuda la lleva a trabajar en su club nocturno, hasta que Massimo Galli, el implacable jefe de la familia, la toma para sí con un papel tan falso como peligroso: fingir ser su pareja. Sin que ninguno lo imagine, un vínculo nacido en vidas pasadas vuelve a unirlos, empujándolos a repetir una historia de pasión y tragedia. En una mansión que es jaula y trono, rodeada de lujos, enemigos y miradas que queman, Victoria tendrá que sobrevivir a intrigas, celos y a una atracción que podría costarle, otra vez, la vida.
Leer másEn el momento en que lo salvé, debería haber comprendido que la bondad me costaría la vida.
Tendría que haber seguido caminando, eso es lo que no dejo de repetirme cada mañana cuando me levanto y pienso en todo lo que pasó.
Llovía mucho esa noche, había salido tarde del trabajo con hambre y dolor de cabeza. Una noche horrible, de esas que te hacen pensar en todas las cosas que hiciste mal en tu vida. Tendría que haber tomado el bus directo a casa y comer algo congelado viendo televisión. Pero no hice eso.
Mi hermana siempre me dice que soy demasiado buena para mi propio bien. Ella vive sola con su hija pequeña y yo trato de ayudarla mandándole dinero cuando puedo. No es fácil, el sueldo del bar no da para mucho, pero algo es algo. Cuando puedo, animo fiestas infantiles, me disfrazo de princesa de Disney y soporto mocosos gritando y tíos babosos.
Ella es más inteligente que yo, terminó la universidad y todo. Yo lo dejé cuando mamá se fue de casa. Tenía dieciocho años y tuve que ponerme a trabajar rápido.
Quise acortar camino por el callejón de los artesanos. Era peligroso, todos lo sabían, pero me ahorraba caminar cuatro cuadras y ya no podía más. Quería llegar a casa y comer algo decente, no las papas fritas del bar donde trabajo. Eran casi las once y no había nadie en la calle.
Ahí fue cuando escuché ese gemido terrible y me quedé como congelada. Era un sonido de dolor, como si alguien se estuviera muriendo. Venía de atrás de los contenedores de basura. Dudé mucho, pero al final fui a ver. Siempre hago lo mismo, me meto en problemas que no son míos, quiero ayudar y después me arrepiento.
—¿Hay alguien ahí? —pregunté bajito, sintiéndome como una idiota.
Me acerqué despacio. Entre los contenedores había un hombre tirado, todo golpeado. Tenía la cara destrozada, sangre seca desde la nariz hasta el cuello, la camisa rota. Parecía muerto. Respiraba muy mal, como ahogándose con su propia sangre.
—Dios mío —dije.
El tipo abrió los ojos con mucho esfuerzo y me miró. Tenía ojos verdes, aunque uno estaba casi cerrado por los golpes.
—Voy a llamar una ambulancia —le dije, buscando el teléfono.
—No —me dijo con voz ronca—. Nada de ambulancias.
—Pero usted está muy mal...
—Por favor —insistió, tratando de sentarse y haciendo gestos de dolor—. Sin ambulancias. Sin policía.
Ahí me di cuenta de que algo raro pasaba. Pero me quedé igual.
—Bueno —le dije—. Pero déjeme ayudarlo.
Lo agarré del hombro y lo ayudé a pararse. Pesaba mucho y casi nos caemos los dos. Olía a sangre, transpiración y un perfume caro. Parecía alguien con plata, pero estaba tirado en un callejón como cualquier vago.
—¿Cómo se llama? —le pregunté mientras lo ayudaba a caminar.
—Alessandro Galli —me dijo—. Mucho gusto.
Ahí se me cayó el alma al piso. Un Galli. Uno de esos mafiosos que manejan toda la ciudad como si fuera de ellos. Están en todos lados: construcción, transporte, negocios, prostíbulos. Todo el mundo les tiene miedo o les debe algo. Y yo acababa de encontrar a uno. Qué suerte la mía.
Cuando era chica siempre escuchaba a los grandes hablar de los Galli en voz baja. Nadie se animaba a decir sus nombres fuerte. Una vez vi a uno en el mercado, un tipo grande con traje caro. Mi mamá me agarró del brazo y nos fuimos corriendo. «No los mires —me dijo—, para nosotros no existen». La vida tiene esas ironías.
Y ahí estaba yo, sentada en el bar de Alessandro, el Dollhouse, mientras él tomaba whisky como si casi se hubiera estado muriendo la noche anterior.
—Anoche me ayudaste —empezó Alessandro, hablando mucho mejor que antes—. Y eso me complica.
—No entiendo.
—En mi mundo, la gente que ve cosas que no debe ver, desaparece —me explicó como si fuera lo más normal del mundo—. Es simple: si viste algo que no tenías que ver, te mueres.
—¿Me estás jodiendo? Te ayudé anoche.
—Mira, no es nada personal. Viste mi cara. Sabes mi nombre. Sabes que estuve en ese callejón, golpeado y débil —Alessandro se recostó en la silla—. Con eso alcanza.
—¿Y si no digo nada? Soy una mesera de un bar de m****a, ¿quién me va a creer?
—No funciona así. Podría matarte ahora. Sería lo más fácil.
Uno de los tipos de Alessandro se acercó y le dijo algo al oído.
—Tiene que haber algo... —balbuceé, cerrando los ojos.
Él se paró y caminó hacia mí. Me levantó la cara con el dedo, obligándome a mirarlo.
—Podemos arreglarlo de otra forma —sonrió.
—No me voy a acostar contigo.
Me miró unos segundos, parpadeó dos veces y se empezó a reír. Una risa fea, cortante, horrible.
—No eres mi tipo, muñeca —dijo cuando paró de reírse—. Pero tienes coraje, eso me gusta. A pesar de que estás a punto de morir... digamos que se me ocurre una idea para que te salves.
Estaba loca, desafiando a un mafioso como si no me importara nada. Pero así soy yo: tengo una boca grande y orgullosa que siempre me trae problemas.
—Te voy a dar una chance —siguió Alessandro—. Soy dueño de este club muy especial. ¿Dijiste que eras mesera?
—Sí —contesté casi sin voz.
—¿Cómo te llamas?
—Victoria.
—Perfecto. Siete noches. Vas a trabajar aquí, en mi club, bailando. Después de eso, tu deuda está pagada y me olvido de que existes.
—¿Bailar? ¿Bailar cómo? No sé bailar.
—Vas a aprender —dijo, volviendo a sentarse—. O te vas a morir. Tú eliges.
El Dollhouse. Un lugar del centro donde las chicas se desnudan para tipos con más plata que cerebro. Donde los Galli lavan su dinero sucio mientras se divierten mirando carne fresca.
—Estás enfermo —le escupí.
—Y tú estás viva. Por ahora —hizo un gesto con la mano—. Una semana, nena. Siete días y después te olvidas de mi cara y yo me olvido de la tuya.
—¿Y si no acepto?
—Dejas de ser mi problema —dijo, y la mano se le fue hacia la chaqueta donde tenía el arma.
Cerré los ojos. Pensé en mi apartamento chico, en las cuentas que tenía que pagar, en mi hermana que estaba sola con su nena de ocho años y necesitaba que le mandara plata todos los meses. Pensé en todo lo que no iba a poder hacer si terminaba muerta en este bar.
—Una semana —murmuré.
—Excelente, muñeca. Mañana a las ocho de la noche. Pregunta por Tino en la entrada, él te va a explicar todo —se dio vuelta para irse y después se frenó—. Ah, y, nena... ni se te ocurra no venir. No me gusta perder el tiempo.
Salí de ese lugar y me fui caminando bajo la lluvia, como si no acabara de arruinar mi vida. Recién cuando llegué a la esquina empecé a temblar. La gente me miraba raro, seguramente pensando que era una loca que anda hablando sola por la calle. Si supieran.
Una vieja con paraguas se cambió de asiento cuando me subí al bus. Bien por ella. Ni yo me aguantaba a mí misma.
Llegué a la puerta de mi departamento chorreando agua por todo el pasillo. Los Fernández de al lado pusieron la televisión más fuerte, como siempre que hay ruido.
Me senté en el borde de la cama sin cambiarme la ropa mojada. Tenía que llamar a mi hermana, contarle que no le iba a poder mandar plata este mes. ¿Cómo le explicaba que me había metido en un lío con la mafia por ser una idiota con buen corazón?
Hablamos diez minutos de tonterías. De los trabajos, de si la nena se estaba adaptando a la escuela, de lo caro que estaba todo. Cosas normales de hermanas normales que tienen vidas normales. Cuando cortamos, me puse a llorar agarrándome la cabeza.
Una semana en el Dollhouse. Siete días sacándome la ropa para tipos como Alessandro Galli.
Eso o terminar muerta.
Su expresión cambió por completo.—Ya lo sé —siguió—. Me di cuenta cuando te vi meterte en lo que no te importa. La mayoría habría corrido.—A lo mejor soy tonta.—Puede ser —dijo, pero su voz sonaba diferente.Eso era exactamente lo que me confundía de Massimo, esos cambios. Por momentos era el mafioso asesino y por momentos, alguien que luchaba por salirse del traje.—¿Qué? —le pregunté.—Nada —dijo, volviendo a ser él—. Terminemos esto. Es tarde.De nuevo a seguirlo como un perro. Alessandro me las iba a pagar. Estaba todo el tiempo sintiendo que en cualquier momento me explotaba el pecho o me metían un balazo. También que quería «ser especial», como había dicho.Cuando llegamos a su casa, no apagó el motor.—Baja —me dijo.—¿No vas a entrar?—Tengo cosas que hacer.Me quedé con la manija en la puerta. No sé por qué pensé que se volvería a ese lugar a buscar a Puccio, y no sé por qué creí otra vez que tenía que ayudarlo.—¿Adónde vas?—Sal del auto.Ni siquiera me miraba.—No me vo
Dos días con Galli y ya me estaba jugando la cabeza.Puccio se sentó conmigo a propósito. A hacerse el galán, como si yo no hubiera pasado los últimos dos años sacándome de encima a tipos así en el bar donde trabajaba. Con ese aire sobrador, la sonrisa macabra y los ojos creyéndose «Brad Pitt».Y después trató de emborracharme con tequila. De verdad, esos tipos eran muy buenos disparando, pero lentos pensando. No iba a jugar el papel de mosquita muerta, encima, se puso a hablar de cosas sobre Massimo. Y siempre era algo estúpido o ridículo.En parte, quería molestarlo por tratarme como una cosa. Por haber ignorado mi vestido y lo mucho que me había arreglado para no dejarlo mal parado. Y en parte... no sé, tenía curiosidad por ver cómo reaccionaba.La gitana me había dejado con los pelos de punta con todo ese cuento de la otra vida y de morirme en cada una. Al principio, me lo tomé en chiste.—¿En serio? —le pregunté con burla—. ¿Por qué mejor no me dice qué número sale en la lotería?
—¿Estás borracha?—¿Quién, yo? —se señaló a sí misma—. ¡Claro que no!Los ojos vidriosos la delataban, y la forma en que se agarraba de la mesa para no caerse.—Victoria, levántate. Nos vamos.—Pero si recién llegamos —protestó, haciendo un puchero—. Tomás me estaba contando cosas muy interesantes sobre ti.Tomás se reclinó en su silla, disfrutándolo, buscando hacerme quedar en ridículo.—Le conté sobre aquella vez que fuimos a pescar, ¿te acuerdas? Cuando recién empezábamos.No habíamos ido a pescar. Habíamos ido a cobrar una deuda, y las cosas se habían salido de control. Fue la primera vez que vi a Tomás matar a alguien.—No me acuerdo —le dije.—¡Ay, qué memoria tan mala! —Victoria se rió, y se despatarró en la silla—. También me contó que tu papá y el suyo eran socios.—Eran —remarqué.Ahí Tomás se puso de pie lentamente. Se sonreía, yo sabía lo que venía.—Victoria —le dije, extendiendo la mano—. Ahora.—No quiero irme. Al fin estoy divirtiéndome. ¿Nos podemos quedar un ratito m
Estaba explicándole al abogado Benedetti los detalles del nuevo acuerdo territorial —los Rosario querían expandir sus operaciones de apuestas hacia el puerto y necesitaban que yo les diera permiso— cuando noté que la silla donde había dejado a Victoria estaba vacía.Me distraje dos minutos y había desaparecido. Empezaba a sacarme canas verdes: primero me contradecía, me desafiaba, preguntaba todo el tiempo por qué, y ahora no estaba donde se suponía que tenía que estar.La busqué con los ojos por todo el salón. Nada.—Massimo —escuché una voz a mi espalda—. ¿Qué tal todo?Me di la vuelta. Tomás Puccio se acercaba con esa sonrisa de mierda que siempre tenía. El hijo mayor de la familia Puccio, siempre esperando que me mandara una cagada para saltar encima como un buitre.—Tomás —lo saludé sin ganas.—¿Y la mujer con la que viniste? —me preguntó, mirando hacia la mesa vacía—. ¿Se fue?—No te importa.—Es muy bonita. Se nota que no tiene nada que ver con el mundo en que vivimos, ¿no? Par
Bueno, no. No era otra noche igual que la anterior. No sabía dónde me estaba llevando este tipo.Llegamos a una especie de edificio viejo, de esos de departamentos que quedan abandonados. Su auto de lujo y su traje caro no tenían nada que ver en ese barrio.—Baja —ordenó, porque él ordenaba, no pedía.Atrás nuestro se estacionó otro coche y se bajaron cuatro monos enormes: sus matones o «guardaespaldas», como les decía Giuseppe. Los grandotes miraron para todos lados, se acercaron a la puerta metálica y golpearon. Alguien miró de adentro y abrió.—Sr. Galli —lo saludó el hombre—. Lo esperan abajo.La escalera no subía, bajaba. Espejos de ambos lados, una luz amarilla que colgaba del techo. Massimo iba adelante como si fuera su casa, pero yo no sabía dónde carajo me había metido. Los espejos me ponían nerviosa.—¿Qué es este lugar? —le pregunté.No me contestó. Nunca contestaba cuando no quería.Al final de la escalera había una puerta pesada, de esas que no se abren fácil. Uno de los
No solo eran criminales, estaban todos locos.Bueno, pero al menos Alessandro parecía ser un poco más normal, aunque bastante estúpido. Meterme en ese disparate solo para jugarme una broma. Si no fuera porque estaba rodeada de matones, asesinos y corruptos, seguramente también me reiría.El más chiflado era Massimo. Para mí quería demostrar el poder que tenía llevándome de acá para allá como si estuviera paseando un perro. Tocándome, haciendo que me probara ropa delante de él.Decidía qué me ponía, qué me sacaba, adónde iba y al parecer también con quién hablaba.—¿Te divertiste esta mañana? —me preguntó cuando le devolvieron la tarjeta de crédito.—¿A qué te refieres?—Con mi hermano. Parecían llevarse bien.La noche anterior me salió con la historia de que «No le sonrías a mi hermano», «No importa qué clase de confianza haya entre ustedes», «Estás aquí para una sola cosa. Cúmplela desde que abres los ojos hasta que te vas a dormir». Y bla, bla, bla, bla. Y ahora de nuevo.—Es agrada
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