Dos días con Galli y ya me estaba jugando la cabeza.
Puccio se sentó conmigo a propósito. A hacerse el galán, como si yo no hubiera pasado los últimos dos años sacándome de encima a tipos así en el bar donde trabajaba. Con ese aire sobrador, la sonrisa macabra y los ojos creyéndose «Brad Pitt».
Y después trató de emborracharme con tequila. De verdad, esos tipos eran muy buenos disparando, pero lentos pensando. No iba a jugar el papel de mosquita muerta, encima, se puso a hablar de cosas sobre Massimo. Y siempre era algo estúpido o ridículo.
En parte, quería molestarlo por tratarme como una cosa. Por haber ignorado mi vestido y lo mucho que me había arreglado para no dejarlo mal parado. Y en parte... no sé, tenía curiosidad por ver cómo reaccionaba.
La gitana me había dejado con los pelos de punta con todo ese cuento de la otra vida y de morirme en cada una. Al principio, me lo tomé en chiste.
—¿En serio? —le pregunté con burla—. ¿Por qué mejor no me dice qué número sale en la lotería?